Llegué a la costa con la boca reseca, tragando agua, agitando los brazos cargados de calambres, arrastrándome al final por la arena húmeda, en mitad de la noche, agotada.
Y me quedé en la orilla, dejándome mecer por las olas, pensando que ya nada importaba, que podía morir allí.
Adónde había ido el sentido de las cosas, de las metas, los derechos y deberes de una civilización ahora ajena… Para qué aprender a nadar si el agua es tan fría.
Soñé que dormía rodeada de flores por pintar.
Luego llegó la luz del sol…
Tampoco pude apreciar la belleza del destello de sus rayos, que jugueteaban con mis párpados entrecerrados mientras saboreaba la sal y la arena pegadas a mi boca, inundándola (y nunca mejor dicho).
Solo quería quedarme allí y no despertar del todo.
Imagínalo: la ropa mojada, pesada, haciéndome heridas con el roce, el cuerpo molido, la memoria rota, el sol abrasándome, los puños aferrando la arena… Los puños aferrando algo que tan pronto está ahí como desaparece, escurriéndose como en un juego infantil.
Y levanté la mirada de ojos entrecerrados y lágrimas besadas por la sal.
Y estabas ahí.
Intenté erguirme, temblando, y me quedé de rodillas… ¿eras real?
Hubo antes tantas alucinaciones que tal vez… y empecé a llorar de puro agotamiento.
De acuerdo: hubo una tormenta. Todo se hundió.
No había nada a lo que agarrarse salvo yo misma.
Y ahí estaba.
Viva.
Pisando tierra firme por fin.
Mirarte es como pisar tierra firme después de haber intentado sobrevivir a una tormenta en alta mar.
Me gusta mucho.
Muchas gracias. 🙂