Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una esencia tan antigua como el tiempo que quiso descubrir el significado de la muerte.
Era esta una esencia dulce, penetrante, pero a la vez suave y llevadera, nada posesiva. A veces, parecía que se perdía y, quien la buscaba, cerraba los ojos y aspiraba profundamente para recuperarla de ese aire volátil que bailaba en todas direcciones.
La esencia nunca había salido de su pedazo de campiña, de la que se alimentaba diariamente. En invierno, penetraba en la tierra, huidiza, húmeda, vistiéndose, gracias al verdor del campo, de notas de frescor incomparables. En verano, tórrida entre las hierbas resquebrajadas, se escondía entre las piedras, a la sombra de algunas hojas secas, para conservar crujientes notas de viveza. El otoño era un renacer de los sentidos, con el anuncio del frío invernal y sus noches de rocío danzarinas cantando la llegada de las tardes anaranjadas en el horizonte. Pero, sin duda, la reina de las estaciones era la primavera.
Las flores se disputaban la atención de la esencia, presumidas, con sus colores, sus olores y sus formas, en un alarde de belleza infinita, tan infinita como su sencillez, como su significado efímero, terrenal y a la vez paradisíaco.
Esta esencia veía pasar los días alegre, rescatando aromas de toda su campiña, bailando al son del viento, dejándose llevar siempre por su inmensa paz interior, la que la naturaleza le otorgaba por su calidad de esencia.
¿A qué puede temer una esencia, etérea, sin cuerpo, desposeída de preguntas y miedos?
¿A qué puede temer una esencia que se realimenta constantemente y que vive en plenitud consigo misma?
¿A qué puede temer…?
Y así, una noche tormentosa en que se refugiaba confiada bajo unas hojas de higuera, la esencia cayó en un sopor parecido al sueño, un sopor en el que vio cosas increíbles y desconocidas por ella hasta el momento.
La esencia siempre se había preguntado adónde iban las hojas cuando se secaban, adónde las flores cuando se marchitaban. Adónde fue el anciano roble cuando, viejo y cansado tras luchar durante años contra los devastadores efectos de un rayo abrasador, se dejó vencer por el sueño y desapareció, lenta, pero inexorablemente, fundiéndose en la tierra en la que se adentraban sus raíces. A veces pensaba en eso, pero no le daba demasiada importancia… las cosas habían sido así desde siempre. Árboles, hierbas, flores, hojas, ramas, animalillos… todos llegaban y, al tiempo, se marchaban. Algunos permanecían más tiempo, como el roble, y otros se marchaban pronto, como algunos insectos que vivían tan sólo un día.
En su sueño, la esencia, que nunca había sentido curiosidad hasta ese momento, se vio a sí misma como un diminuto brote en un tallo del viejo roble. De un intenso verde de indescriptible brillo, el joven tallo deseaba con todas sus fuerzas crecer hacia la luz de la primavera. La esencia sintió en su sueño cómo la forma del tallo, de un nuevo olor a vida, se estiraba y retorcía, alimentada en sus venas por la sabia savia del viejo roble, feliz al sentir la fuerza de la juventud en sus ramas. El tallo creció como hoja, y de su base, nacieron nuevos tallos, enérgicos, poderosos, delicados y hermosos como el mejor regalo de la tierra.
Aquel tallo se convirtió en rama. La esencia era ahora una hoja expuesta al sol, bebiendo de la luz del sol de verano para transformarlo en vida. Calor. Un intenso calor placentero. Nunca se había sentido tan expuesta al calor… Las noches eran refrescantes, relajadas, de ensueño…frondosa y llevadera, la esencia que soñaba que era una hoja, miraba a su alrededor y se sentía plena.
Luego, extrañada, notó que había cambios alrededor… llegaba el otoño y la hora de dejar al roble, pues cada día se hacía más difícil la supervivencia. El suelo seco no dejaba absorber los nutrientes de la tierra, las raíces sufrían demasiado por tener que alimentar a tantas hojas… otro ciclo de la vida del roble llegaba a su fin. Pero no había tristeza.
La caída de las hojas era toda una fiesta: cuando llegaba el momento, se oía un pequeño «clic» en la base de la hoja, y ésta caía en un vuelo libre, con una risa de felicidad que no podía compararse con ninguna otra risa. Miles de diminutas voces en plena risotada se mezclaban, pues las hojas iban cayendo, una tras otra, en una lluvia, en cascada, alteradas como niños en una fiesta…
La esencia sintió que le llegaba el turno. «Clic» y… flotaba de un lado a otro, notando la leve resistencia del aire bajo su cuerpo de hoja, sintiendo que iniciaba un nuevo viaje… Al final, cayó al suelo, suavemente, depositándose sobre otras hojas que habían caído antes que ella. Sintió una especie de sopor tranquilizador, un cansancio que la invitaba a dormir en un merecido sueño reparador, después de tanto esfuerzo por hacer que el roble, un año más, completara su ciclo.
Si darse cuenta, en su sueño, la esencia sintió cómo las hojas se fundían junto con la tierra, en un proceso que las hacía desaparecer para aparecer de nuevo en otras formas, en otros elementos, en otros bailes y en otras risas… se fundían con la tierra y eran de nuevo absorbidas por las raíces, corriendo frenéticas por las venas del roble, en veloces carreteras de vida, en savia desbordada, hasta llegar, misteriosamente, de nuevo, a aquel diminuto brote verde intenso que nacía en primavera…
La esencia despertó de su letargo.
La tormenta había pasado.
Las gotas cristalinas hacían de lupa sobre algunas hojas.
Amanecía. La vida se iluminaba como estallando en sensaciones. La esencia ya sabía algo más, en el paréntesis de ese sueño, incrustado en su tránsito eterno, había descubierto lo que tanto le intrigaba.
Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una esencia tan antigua como el tiempo que quiso descubrir el significado de la muerte, que no es más que el de la propia vida…
Muy rico, muchacha.