ATENCIÓN: Este es un cuento de muy mal gusto (no quiero con ello decir que lo haya escrito nadie llamado Muy Mal Gusto, sino que realmente se trata de un cuento de mal gusto, así que si creen que su sensibilidad puede verse herida, no sigan leyendo).
Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un asesino en serie que quiso dejar su meteórica carrera. Era este un asesino sádico, despiadado, metódico y sin complejos. Al contrario de lo que pretenden vendernos en las películas, este asesino no quería entrar en lid con ningún poli chulo, ni pretendía salir en los periódicos, ni tener ningún tipo de protagonismo. Era un asesino de los de verdad, dedicado a su “trabajo”. No aceptaba encargos (a alguno que había intentado hacérselos le había dado finiquito) ni mantenía contacto con nadie del “gremio”. Se dedicaba a lo suyo y nada más. Continuar leyendo «El Asesino»
Durante una época tuvo que fingir una vida normal para no despertar sospechas. Eso sí que era un fastidio. Llegaba a casa e intentaba convivir con su familia y, aunque “viajaba” bastante, nadie le hacía preguntas porque todo estaba planificado y justificado a la perfección. Lo intentó durante unos años, pero le costaba mucho disimular cariño… la verdad es que se le daba fatal. Estaba todo el día generando traumas por falta de afecto. Y eso le molestaba… Le gustaba hacer las cosas bien y era totalmente consciente de su falta de capacidad para amar. Lo único que le gustaba era matar. Al final se cansó de estar fingiendo y eliminó a toda su familia. Fue un lamentable accidente. Volvió a una vida solitaria. Y nunca nadie sospechó nada.
Al principio, como en todo, mataba de uno en uno. Pero la última vez había matado a veinte personas de una atacada. Pensaba que era mucho más práctico, y que ya que se ponía a trabajar, podía intentar repetirlo en los entornos adecuados. Sus técnicas eran también muy variadas, no le hacía ascos a ningún arma, a ninguna técnica, a ninguna víctima. En realidad no se ajustaba a ningún perfil de asesino en serie. Siempre le pareció una gilipollez eso de andar eligiendo pelirrojas, o jóvenes imberbes, o mujeres que te recuerdan a tu madre… No. Este asesino mataba lo que pillaba. Tampoco es que fuera así, al tun tún, pero vamos, que lo mismo daba un anciano, que una joven, que un caballero, que un niño… Era un asesino asquerosamente democrático.
Sin embargo, un día, sentado frente al espejo, nuestro asesino en serie empezó a plantearse algunas cosas. Le parecía injusto no poder hacer la declaración de la renta. Porque, claro, no podía dar a conocer sus actividades. Y es que nuestro protagonista aprovechaba los crímenes para robar un poco de aquí y otro poco de allá, básicamente para ir tirando. No era una persona ambiciosa, se conformaba con lo que tuviera la víctima de turno, pero eso de no poder declarar sus ingresos le fastidiaba. Frívolo como el que más, se planteaba esto mientras estudiaba su siguiente asesinato.
Además de esta cuestión pecuniaria, este personaje empezó a plantearse que su papel en la sociedad era necesario. Que sin sus esfuerzos no habría temor, no existiría el miedo… muchas leyendas se alimentaban de asesinos que en algún momento habían sido reales. El hombre del saco, el sacamantecas, Jack el destripador… Pero él no pretendía destacar. Se limitaba a su día a día. ¿Crímenes sexuales? Por favor, qué vulgaridad… No, no, no. Crímenes sociales. Justificados. Necesarios. Tampoco es eso de ir por ahí asesinando asesinos (como en Dexter) pero creía estar cumpliendo con una obligación. Si tenía esa capacidad era por algo. La vida le había forjado así. No tuvo una mala infancia. Sus padres eran normales. Estudió. Y antes de graduarse ya había asesinado a unas cuantas personas. Y, al hacerlo, sintió que había nacido para eso. Pensó que muchos antes que él ya lo habían hecho. Y no se equivocaba.
Lo reconoció una vez más: había tenido mucha suerte. Su capacidad para matar, su innegable falta de empatía, sus tendencias criminales… se habían cruzado con aquella magnífica guerra. La guerra. La razón que justifica toda atrocidad.
Nuestro asesino se levantó, se caló la gorra, se miró el uniforme y salió al campo. Le daba igual si eran blancos, negros, asiáticos, judíos o árabes, ateos o cristianos. Él estaba allí por lo que estaba. Porque había encontrado su lugar en el mundo. Y si algún día llegaba el final de esta guerra, le daba igual. Sabía que habría más. Qué gran satisfacción le daba eso (casi tanta como el propio acto de matar). Y también sabía que podía irse cuando quisiera. Matar a todos los que se suponía que eran sus compañeros y desaparecer sin dejar rastro.
Pese a que se planteaba dejarlo algún día (“¿Dejarlo? Esto no es como fumar, amigo”, le había dicho una vez a un soldado mientras charlaban inocentemente) no encontraba el momento. Se estaba haciendo mayor, sus técnicas se iban refinando, pero su destreza iba disminuyendo. Su carrera era meteórica, sí, pero una vez en la cima, solo quedaba bajar. Tal vez había llegado la hora. Tal vez, con lo que tenía ahorrado, pudiera dedicarse a otra cosa. Solo tal vez. Y planteándose las opciones que le había ofrecido el destino, descubrió algo: que había muchas formas de matar. Múltiples y variadas maneras de asfixiar a la víctima. Miles de formas de estrujar sus entrañas hasta dejarlas sin nada… Muchísimas maneras de disfrutar mientras dejas al otro sin respiración. Y nuestro asesino en serie, que existió, existe y existirá, decidió cambiar de profesión y hacerse banquero.
NOTA: Lo advertí: si eres banquero, lo siento, es solo ficción.