Las pomplitas del universo

– Papá, ¿adónde vamos cuando nos morimos?

De repente, el salón de la casa quedó en silencio. Enrique tardó unos segundos en reaccionar, segundos en los que esto pasó por su cabeza: “Uff. A ver cómo salgo yo de esta… A ver cómo le explico a Carla que todos somos polvo de estrellas… Sí, mejor empiezo por el principio”.

– Verás, Carla: hay cosas que sabemos y cosas que no sabemos. Y cosas que podemos explicar con relativa facilidad y otras que, para entenderlas, necesitas ser mayor y tener más herramientas, saber más cosas… ¡Como en una pirámide, que si no tienes las piedras de abajo no puedes seguir construyendo!
– Pero… ¿esto lo puedo entender?
– Pues voy a intentarlo, ¿vale?
– Vale.
– ¿Quieres que te lo cuente ahora o después de darte la merienda?
– Después.
– Bien.

Enrique siguió preparando la merienda y llegó Débora a casa, soltando el bolso, los zapatos y el abrigo entre resoplidos.

– Hola, má.
– Hola, Carla. ¿Qué tal hoy en el cole?
– Bien. Pero se ha muerto Pitiyo. No entiendo muy bien qué ha pasado.

Débora mira a Enrique y se guiñan un ojo.

– ¿No entiendes por qué ha muerto?
– No entiendo qué es la muerte. Sé que la gente que se muere ya no está. Que todo el mundo se queda triste. Pero nunca he visto qué pasa cuando te mueres. Adónde vas. Pitiyo estaba muy quieto y muy tieso. El profe lo ha cogido y nos ha explicado que ya era mayor y se lo ha llevado. ¡Pero si tenía solo tres años, ¿cómo va a ser mayor?! ¡Yo tengo cinco! ¿Es que soy mayor? ¿Y adónde se lo ha llevado?

Se notaba que Carla estaba enfadada y confundida.

– Bueno, Carla -dijo Enrique- vamos a merendar y te lo explicamos, ¿de acuerdo?
– Vale -respondió la niña enfurruñada mientras empezaba a comerse la fruta.
– Mamá ya te ha contado otras veces que el universo empezó con una tremenda explosión.
– Sí. ¡El CATACROQUER! –un trozo de plátano escapó de su boca- Uy, perdón –dijo sonriendo mientras se volvía a meter el trozo en la boca-.
– Exacto, el Big Bang –afirmó Débora mientras abría el yogur-. Bueno, pues a partir de ahí hay muchas cosas que sabemos. Entre ellas, que la mayoría de los elementos nacieron en el corazón de las estrellas.
– ¿Los elementos? –cuestiona Carla mientras coge la cuchara y ataca al yogur-.
– Sí: el pan que comes, tus huesos, la plastilina, la ropa, el teléfono, el aire, el agua… Todo eso nació en el corazón de una estrella.
– ¿En serio? –pregunta de nuevo Carla con la boca llena de yogur-.
– En serio. Y el yogur de tu boca también. Gracias por el espectáculo. -Enrique hace una reverencia mientras Débora aplaude y le cierra la boquita a Carla, que está enseñando la plasta de yogur con la boca abierta.

– Uy, perdón –Carla cierra la boca, sonríe y sigue comiendo-.
– Peeeeero… -continúa Débora- toda esa materia nació en cachitos muy chiquititos, en cosas que se llaman átomos. Los átomos a veces se juntan y forman moléculas. Son como piezas de puzle, pero estas piezas se pueden juntar, no solo con las piezas que tiene cerca, sino que se pueden combinar con un montón de piezas diferentes.
– Qué lío.
– ¿No lo entiendes?
– Sí, pero debe ser un lío poder tener tantas formas de hacer un puzle. Yo a las piezas las llamaré… ¡pomplitas! ¡Las pomplitas del universo! –hace esta afirmación quijotesca con el yogur en una mano y levantando la otra con la cuchara a modo de lanza-.

Enrique y Débora se ríen con las ocurrencias de Carla, que lo rebautiza todo –algo que muy probablemente haya heredado de su madre-.

– Pues las pomplitas pueden acabar siendo casi cualquier cosa –intervino Enrique-: un gato, una piedra -va bailando por el salón- una almohada, una persona, una gota de lluvia… -se acerca a la niña- ¡o una nariz!

Carla se ríe mientras Enrique va a la cocina a por las tostadas y el queso.

– Así que, querida niña –continúa Débora- eso es de lo que estamos hechos todas las personas y todas las cosas del mundo mundial: de los restos de las estrellas que murieron. Pero ojo, morir no significa desaparecer. Las pomplitas no desaparecen, simplemente se dividen, cambian, y adoptan otra forma.
– ¿Y Pitiyo? ¿Por qué se ha ido si solo tenía tres años?

Se hizo otro incómodo silencio que rompió Enrique, volviendo con las tostadas:

– Pitiyo es un hámster y los hámsters viven menos años que las personas. Ya era un anciano, así que su organismo se cansó y murió. Eso significa que desaparecerá como Pitiyo, pero que seguirá en el universo en forma de pomplitas.
– Pero entonces, ¿qué es morirse?

De nuevo, un pesado silencio…

– Amor mío –Débora se agacha a su lado-, morirse, para las personas y los Pitiyos con suerte, es terminar un ciclo. ¡Como el ciclo del agua, que te explicaron en el cole! El agua es siempre la misma, solo que pasa por sitios muy diferentes, puede ser vapor, líquido o hielo, puede estar en el mar, en río o en una lágrima, pero siempre es la misma, ¿me entiendes?
– No.
– ¿Qué parte no entiendes?, pregunta Enrique.
– La de morirse. Entiendo que las pomplitas son siempre las mismas y que cambian de forma. Vienen de las estrellas, ahora están en la Tierra, y algún día estarán otra vez en el universo o en otro sitio. Pero sigo sin entender qué es morirse.
– Cariño: morirse es cuando el puzle cambia de forma. Antes de nacer no estabas en el mundo en forma de Carla, pero eras materia, estabas en otras cosas. Luego, naciste. Se formó el puzle de Carla y… -la niña interrumpe a su madre-.
– Y algún día mi puzle se volverá plastilina o pan o una piedra.
– … pues sí. Es lo que ocurre con los seres vivos.
– Entonces… ¿qué es estar vivo para una persona?
– Estar vivo es pensar, jugar, querer, llorar… Estar vivo es darte cuenta de que estás triste porque Pitiyo ya no está.

Enrique se levanta y, para alegrar a la niña, vuelve a bailar por el salón, pero esta vez agarra a Débora y bailan juntos.

– Estar vivo es poder crecer. Es ir al cole. Saltar en el sofá. Estar vivo es cuando mamá le pisa un pie a papá bailando.
– ¡Oiga usted! ¿Quién pisa a quién? –dice Débora mientras se suelta y agarra a Carla para hacerla bailar-.
– Vale, vale, lo retiro.

Enrique besa a Débora y los tres bailan alrededor de la barriga donde está el pequeño Teo, que aún no ha nacido.

– Entonces… -continúa Carla-, para una persona, morirse es volver a como estabas antes de poder pensar.

Los padres se quedan sorprendidos ante la profundidad de la reflexión. Al fin y al cabo, es de lo que se trata, del ser autoconsciente. Y siguen de pie, acariciando la barriga de Débora y los mofletes de Carla.

– En cierto modo, así es –contesta Débora-.
– Vale, ¡ahora lo entiendo! –canta la niña mientras empieza a bailar por el salón moviendo los brazos como en una histriónica obra de teatro-. ¡Después del GRAN CATACROQUER las pomplitas empezaron a hacer puzles! Se hicieron estrellas, planetas, plastilina, coches, paraguas, árboles, Pitiyos, pan y niñas, y todos los seres vivos venían, y luego se iban.

Se quedó parada en mitad del salón.

– Entonces, ¿dónde estaba Teo antes de estar en tu barriga?
– Uff… Eso es mucho más fácil de explicar. Pues resulta que papá tenía un montón de pomplitas en forma de espermatozoide y mamá otro montón en forma de óvulo. Y eso sí que es montar un puzle, porque en cuanto se fusionan empiezan a multiplicarse…
– ¿Las pomplitas?
– Más o menos, sí. Empiezan a multiplicarse ¡y a formar las partes de tu cuerpo!
– ¿En la barriga?
– Exacto, en la barriga. ¿Te parece si te lo cuento mientras te bañas?

Enrique se dirige al cuarto de baño mientras agarra a Carla de la mano, que sigue haciendo preguntas mientras Débora se sienta en el sillón, con su barriga de ocho meses.

– Mamá, luego leemos un cuento –dice la niña girando la cabeza antes de desaparecer por el pasillo-.
– Vale, pero si vas a saltar sobre la cama, hazlo antes de que llegue yo.
– Vaaaale, que Teo se pone co-mo-lo-coooo. ¡Además, eso es vivir, ¿no?! ¡Saltar en la cama, cantar, comer caramelos!
– ¡Se-ño-ri-ta! Lo de comer caramelos ya lo iremos hablando.

Débora sigue en el salón, sentada en el sillón, escuchando la voz de Carla, que no se cansa de preguntar, y la de Enrique que, por muy raras o locas que sean sus preguntas, nunca deja de responder. Fuera aún hace frío, aunque la primavera entró hace un par de semanas. Por la ventana pueden verse unas ramas en flor. Eso, también es vida.

El olor a tierra mojada tiene nombre

Crédito: https://medium.com/@cronociclope
Crédito imagen: https://medium.com/@cronociclope

Podía pasarse horas mirando cómo los caracoles aprovechaban la tierra húmeda después del verano para poner sus huevos. Luego, con mucho cuidado, los sacaba con una palada de tierra solo para observarlos, blanquecinos y traslúcidos, con aquel pequeño ser vivo creciendo en su interior. Después los devolvía a su agujero, con mucha delicadeza.

Era una niña. Tenía la gran suerte de tener un jardín lleno de bichos. Y una alberca. Bueno, la alberca, que soy yo. Aunque les hablo desde el pasado, porque ahora soy otra cosa. En aquella época las albercas en los jardines servían para acumular el agua dulce y el agua de lluvia para regar. En las zonas de costa había sequías que hacían que el agua del mar entrara hasta los pozos, haciendo que de los grifos saliera agua salada. Eso era terrible para los cultivos, porque se secaban si los regaban con ese agua (por efecto de la osmosis). Y luego está lo de los pececillos de agua dulce que murieron cuando empezó a salir agua del mar por las tuberías…

El caso es que durante una época hubo cortes de agua. Solo cuatro horas de agua al día (que solía ser por la noche) aunque, eso sí, agua dulce. En esas horas llenaban las albercas para tener agua de regadío. Yo era una alberca modesta, no llegaba al metro de altura. La idea era almacenar, pero acabé siendo objeto de juegos de las niñas. En verano se bañaban, y en invierno rescataban y estudiaban a los bichos que acababan en mis dominios.

Aunque había alguien que lo hacía durante todo el año. Lucía se preocupaba tanto por los bichos que caían al agua que, a veces, no podía dormir. Se despertaba, se erguía en su camita, se ponía las zapatillas despacio, creyendo que nadie más se daba cuenta, y arrastrando un poquito los pies, abría la puerta y salía a la parte de atrás de la casa. Se subía en una caja de madera que tenía apartada en una esquina y, con una red limpiapiscinas de esas para retirar las hojas de la superficie, sacaba a los bichos que veía flotando. Era tan pequeña que apenas tenía fuerza para sacarlos, pero también era testaruda y hasta que no los sacaba a todos, no paraba. A veces eran pocos. Otras había un montón que iba a cumulando en mi borde de cemento.

El sistema era siempre el mismo: los sacaba, cogía una hojita seca, los levantaba en volandas de la red del limpiapiscinas, los ponía sobre la superficie y soplaba un poquito para que se secaran. Les hablaba. Les contaba que, al ser bichitos tan pequeños y la alberca tan grande, debía parecerles como el mar. Y hablaba y soplaba un poquito durante un ratito. Algunos bichos se movían, se estiraban, caminaban y, de tener alitas, acababan echando a volar. En esos momentos a Lucía se le iluminaba la cara. Otros, los pobres, estaban requetemuertos y no había forma de resucitarlos. Entonces Lucía se quedaba muy seria, en silencio durante un rato, y cantaba muy bajito: “Pobre bichito, pobre bichito, que no sabía nadar. Pobre bichito, pobre bichito, que cayó en el mar”.

La madre de Lucía se asomaba a la ventana que daba a mi zona y, por una rendija de la persiana, vigilaba a Lucía. Y escuchaba la letra de la canción que se había inventado para los bichitos. Y lloraba, que yo lo sé, aunque no podía verla.

A Lucía, que vivía en un pueblo de costa, no le gustaba el mar. Lloraba desconsolada cuando lo veía. Así que no iban a la playa. Y su madre esperó, paciente, a que los años y la adolescencia hicieran su efecto. Lucía creció y acabó quedando con sus amigos para ir a la playa.

Cuando pasó el tiempo, cuando se fue la sequía, me vaciaron de agua, elevaron mis muros y me techaron. Ahora soy una especie de cuarto de juegos, sala de reuniones o caseta de jardín, de todo un poco. Aquí viene Lucía con sus amigos a veces, a leer, a jugar a videojuegos, o a contar historias.

Todos saben que Lucia es adoptada, entre otras cosas porque su mamá lo dice abiertamente. Un día uno de sus amigos, Abel, le preguntó si recordaba algo de antes, algo de su vida pasada, antes de ser adoptada. Lucía se quedó pensativa y dijo:

– Era muy pequeña, pero cuando tenía siete u ocho años, un día empezó a llover en el jardín, cuando esto era todavía una alberca. Y olí la tierra mojada, que había estado tan seca… Y recordé que había olido eso mismo antes, en otro lugar, muy lejos… antes del viaje.

Y se hizo el silencio. Porque todos sabían o intuían de qué hablaba Lucía. Yo, que era una alberca, no sé de viajes ni de cruzadas. Solo sé de niñas que cantan y que cuentan historias. Pero los años no habían borrado el profundo dolor al evocar lo que ella había elegido llamar “el viaje”.

Dicen que hay lugares en los que la vida se hace tan dura que hay que huir, atravesar desiertos y montañas, hacer largas travesías que muchos no superan. Dicen que muchos niños y niñas mueren por el camino. O son vendidos. Prostituidos. Tratados con crueldad. Y luego, olvidados en el fondo del mar. Olvidados. Olvidados sin nadie que les cante. Olvidados o tal vez recordados por madres y padres que lloran lágrimas secas.

Madres y padres, o hijos e hijas, quién sabe, que esperan un día que la huida tenga sentido, o que esa tierra cobre vida cuando, un día, empiece a llover.

– ¿Sabes que eso tiene un nombre, Lucía?
– ¿El qué?
– El olor a tierra mojada. Tiene un nombre.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama?
– Petricor.

Lucía piensa en los bichitos que sacaba del agua, en su empeño por rescatarlos a todos. Y en lo bonita que es esa palabra: petricor. En lo bonito que es saber que el olor a tierra mojada tiene nombre.

Tienda de repuestos

Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/
Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/

Cuando llegué a aquella tienda me encontré con algo que no esperaba. Había una extraña mezcla de cajas metálicas, libros antiguos, y piezas sueltas colocados sobre estanterías enormes que llegaban hasta el techo.

En algunas cajas se podían ver etiquetas que decían qué era cada cosa. Me hizo gracia, porque en una ponía “Honradez”, y supuse que la dueña de la tienda (a la que yo acudía por una pieza para mi bici) ponía ese tipo de nombres para acordarse de qué había dentro… cada uno tiene sus propias reglas mnemotécnicas, digo yo… Así que me quedé un rato mirando cajas y extrañas piezas, esperando que saliera la dueña, cuya voz había escuchado al fondo, nada más entrar.

Supuse que sabía que yo estaba dentro porque en la puerta de acceso tenía una de esas campanillas que suenan al abrir o cerrar. Esperé un rato. Alegaba al fondo, en lo que debía ser el almacén. Empecé a distinguir algunas de las frases.

– Le he dicho que no, señorita, no tenemos ese tipo de repuestos.

– ¡Pero si hace un año vine y me dieron la misma pieza!

– Lo siento, pero esas piezas son de edición limitada…

– Entonces… ¿no puede ayudarme?

– No. Tendrá que conformarse con la suya. Aún puede intentar arreglarla, si quiere. Pero yo no puedo ayudarla.

Las dos personas salieron del almacén. La joven salió cabizbaja, pero enseguida sacó su altivez (al verme) y salió del local toda erguida. Sonó la campanilla de la puerta.

La dueña del local salió y, al verme, sonrió.

– ¡Buenas!- Se agachó tras el mostrador y sacó una caja que tenía escondida. La colocó en un hueco de la estantería. En la etiqueta ponía “Integridad”- La gente cree que puede andar reponiendo piezas toda la vida. Hay cosas que no se pueden solucionar cambiando piezas. Aunque otras, afortunadamente sí. Usted venía por algo muy concreto, ¿verdad?

– Sí, mi bici…

– No, sus ojeras no mienten. Usted quiere una pieza de repuesto para su corazón. Vamos a ver qué tenemos por ahí…

 

(Publicado el 1 de abril de 2012 en Siempreenmedio)

El listín telefónico

100910_paginas_blancasEl otro día tuve un sueño. Un sueño extrañísimo. En mi sueño, mi madre me decía que había llamado alguien intentando venderle libros. Yo le dije que cuando recibiera una llamada así, simplemente colgara. Sonó el teléfono. Fui yo a cogerlo y, al hacerlo, oí la voz de un señor muy mayor, pero que muy mayor, hablándome con dulzura sobre unos libros. Le dije “No queremos libros, gracias”. Y le colgué.

En ese momento sentí una punzada de dolor tan aguda que ya no sé si seguía durmiendo o estaba despierta. Recordaba la dulce voz, tan tierna, y me sentía culpable por haberle colgado el teléfono. ¿Por qué soñaré estas cosas tan tristes? Y escuché mi propia voz diciendo, entre lágrimas: “Porque tienes que escribir un cuento”.

Aurelio se levanta todas las mañanas desde hace siete años y, lo primero que hace, es ir a ver a su canario, un pajarillo que ya está algo mayor, pero que sigue cantando. Se lo regalaron poco después de que falleciera Mercedes, su mujer.

Prepara el desayuno, un tazón de leche con galletas y algo de fruta. Se sienta en pijama, bata y zapatillas y pone las noticias de la radio. Si pudiera, pondría grabaciones de noticias antiguas. Y piensa que, probablemente, salvo en lo que a avances se refiere, todas las noticias serían parecidas a las que escucha ahora. Se maravilla con los descubrimientos. Se apena con las guerras. Le habla a su canario como si fuera una persona.

Luego, tranquilamente, retira el bol, lo pone en el pequeño lavavajillas que le instalaron hace poco (sabe manejarlo porque la hija de su vecina le hizo un curso intensivo), quita los restos y las migas y se va al dormitorio para preparar la ropa que se va a poner ese día. Se ducha despacito en un baño habilitado para personas mayores. Muchas veces piensa que un resbalón en la bañera sería una forma muy tonta de morir. Él, que fue experto en explosivos y se dedicaba a detectar minas. Así es la vida, se dice Aurelio en un susurro agarrándose al pasamanos de su plato de ducha. Después de ducharse, se seca despacito, se pone su ropa interior y se afeita. Cuando acaba, se echa la loción (que siempre pica), se peina y se acicala. Siempre va hecho un “dandi”. Pero no, no penséis que Aurelio se pone un traje y baja a la calle. La mayor parte de las veces se queda en casa.

Va al dormitorio en ropa interior dando saltitos porque hace fresco. Sobre la cama está la ropa que ha elegido para hoy: pantalón de pana marrón y jersey de cuello negro. Se pone unos calcetines gorditos y las zapatillas de casa.

Se frota las manos, satisfecho. Ahora toca ponerse manos a la obra. Viene hacia mí, que estoy en la mesa del salón. Me abre por donde dejó la marca antes de ayer (porque ayer no tocaba trabajar), se coloca las gafas y empieza a pasear su dedo por los nombres. Se para, coge un lápiz, señala, coge el teléfono y marca un número. La cantinela es siempre la misma:

– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

Muchas veces cuelgan el teléfono sin siquiera responder. Otras veces le dicen cosas feas y cuelgan. Pero él nunca, jamás, se muestra abatido. Sigue y sigue hasta que alguien responde.

– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

– Soy Rocío Cortés –Rocío tiene un fuerte acento granadino-, ¿qué quería usted?

– Buenas, muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleció me dejó muchísimos libros, una biblioteca entera, de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. Al principio pensé donarlos a una biblioteca, y de hecho doné casi la mitad. Pero el resto son libros especiales, libros que quiero regalar.

– ¿Me está usted ofreciendo libros?

– Todavía no, antes me gusta saber algo más sobre los posibles “padres de adopción”.

– Ay, Aurelio, de verdad que se lo agradezco, pero si le digo que soy ciega de nacimiento y que solo leo braille va usted a pensar que no le digo la verdad y…

– ¡Vaya por Dios, Rocío! No me diga usted eso. Con lo bien que me caía usted. Pero ¿se las apaña bien?

– Sí, sí. Ahora con internet y toda la tecnología moderna lo único complicado es salir a la calle. Las ciudades no están pensadas para los invidentes.

– Y, si no es mucha indiscreción preguntar, ¿vive usted sola? Si no quiere contestar, lo entenderé.

– No, no se preocupe, Aurelio. Vivo con dos compañeras más. Todas somos estudiantes. Compartimos piso y nos va estupendamente.

– Pues no sabe usted cuánto me alegro. Vivir solo tiene sus inconvenientes.

– ¿Vive usted solo, Aurelio? Si no es mucho preguntar…

– Sí, hace siete años que mi Mercedes falleció. Aquí estoy con Paco, mi canario. Y cuatro días a la semana me dedico a buscar “padres adoptivos” para los libros de Mercedes. Menos mal que tengo tarifa plana…

– (Rocío se ríe) Aurelio, es usted un encanto. Es un placer hablar con usted. ¿Podría ayudarlo de otra manera?

– Pues no, Rocío, no se preocupe. Voy a seguir con mi búsqueda, a ver si coloco un par de niños. (Ahora ambos se ríen).

– Aurelio, ¿le importa si guardo su número de teléfono y lo llamo de vez en cuando?

– ¡En absoluto, qué me va a importar! Aquí estamos para lo que usted necesite.

– Pues muchas gracias. Y buena suerte con las “adopciones”.

– Gracias a usted, Rocío. Que pase un día estupendo.

– Hasta luego.

– Adiós.

Aurelio cuelga el auricular del teléfono y señala con una estrellita el número que acaba de marcar. Escribe al lado “Rocío” con letra temblorosa. Se saca un pañuelo, deja las gafas sobre la mesa, se seca los ojillos, se pone de nuevo las gafas y vuelve a posar el dedo sobre mis letras diminutas. Señala de nuevo con el lápiz y empieza donde lo dejó:

– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

Esta semana no ha habido suerte. La mayoría de las veces no responden. Aurelio me utiliza sin darse cuenta de que ya llevo con él siete años. Las guías telefónicas se actualizan cada año, pero igual es que me ha cogido cariño. No sé. El caso es que ahí seguimos, buscando personas que amen los libros, con voces que inspiren confianza, conversaciones interesantes y buen corazón.

Suele levantarse a las ocho y media, empieza a telefonear a las diez y para a las doce. Luego se toma un aperitivo en el bar de abajo, normalmente unas aceitunas con un mosto sin alcohol, y vuelve a subir a casa donde se prepara la comida. Hace la compra en el mercado tres veces en semana y en el barrio todos conocen a Aurelio, el artificiero jubilado. Por las tardes, después de comer, se toma su café (descafeinado), se echa una siesta corta, limpia lo que haya ensuciado y se sienta de nuevo, de cinco a siete, para seguir llamando por teléfono.

– Buenas tardes, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

– Buenas, pues me llamo Rubén… (contesta un señor con acento gallego).

– Hola, Rubén, perdone que le moleste y muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleció me dejó muchísimos libros, una biblioteca entera de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. He donado casi la mitad a la biblioteca, pero el resto los quiero regalar a personas especiales.

– ¿A personas especiales?

– Sí, a estudiantes, profesores, o simplemente personas interesadas en la historia que quieran aprender y que amen los libros.

– Pues no sé qué decirle… Hoy en día la historia va tan rápido… y hay unos blogs muy buenos, documentales…

– Lo sé, lo sé. Está todo en la internet. Pero estos libros son especiales. La mayoría están firmados por el autor o la autora, con dedicatoria, y, lo más importante: están comentados por Mercedes, mi mujer, con páginas añadidas, dibujos, chistes, anécdotas… Vamos, que están “pintarrajeados” y son interesantes por ese valor añadido, pero, obviamente, no puedo donarlos a la biblioteca en ese estado.

– Ya veo. (Un silencio, al fondo se oye una vaca mugir). Mire Aurelio, ¿en qué ciudad vive usted?

– Vivo en Madrid, Rubén.

– Mire, se me está ocurriendo una cosa. Yo tengo que ir a Madrid a visitar a mi hermana, que estudia allí. ¿Le parece si nos vemos? Lo que no puedo decirle todavía es cuándo.

– Me parece estupendo, Rubén.

– Pues me anoto su teléfono y le vuelvo a llamar en un par de semanas para mantenerlo al tanto, Don Aurelio.

– ¡Uy, nada de Don! Aurelio está bien, Rubén. Un placer.

– Buenas tardes, Aurelio.

Un día suena el teléfono y es Rocío, la chica ciega, que quiere saber cómo va Aurelio. Está comunicando. Insiste un par de veces y por fin consigue hablar con él.

– Buenos días, ¿está Aurelio?

– Buenos días, soy yo. Dígame.

– Soy Rocío, la chica ciega a la que llamó usted hace un par de meses. ¿Cómo está?

– ¡Rocío, qué alegría! Pues aquí estaba, me ha pillado en mi ronda de llamadas de la mañana.

– ¿Ha conseguido usted que le adopten muchos libros?

– Pueeees… Mire, Rocío, le voy a ser sincero: ni uno este año. La cosa está complicada. Entre otras cosas porque me gusta saber en manos de quiénes van a estar los libros y, bueno, hoy en día es difícil tener una conversación lo suficientemente larga como para conocer un poco a las personas. Pero como tampoco tengo nada más que hacer, no desfallezco.

– ¿Y a qué se dedicaba su mujer, si no es mucho preguntar? Quiero decir, además de dar clases en la Universidad.

– Pues mire, Rocío, pocas veces habrá conocido usted a una mujer tan excepcional…

Mis páginas están llenas de rayitas, tachones, anotaciones, marcas extrañas… pero hay dos, con lápiz verde, dibujitos de flores y sonrisas, que destacan de todas las demás. Están separadas por un taco de páginas, una en Coruña y otra en Granada. Y Aurelio es feliz cada vez que Rocío o Rubén le llaman. Rubén es más tímido, pero también acaban hablando de viajes, de Mercedes, de vacas rubias gallegas, de agricultura, de historia…

Un día, por fin, Rocío hace algo que Aurelio llevaba tiempo esperando.

– …¿En un barranco? ¿Eso hizo? ¡Es usted admirable, Aurelio! –Se ríe y suspira- Mire: estoy pensando una cosa, y es que nunca le he preguntado, pero, ¿dónde vive usted?

– En un barrio de Madrid.

– Eso imaginaba por las cosas que me cuenta… Precisamente en unas semanas tengo que ir a Madrid a casa de unos amigos. ¿Le parece bien si le hago una visita y nos conocemos?

– ¡Pero qué alegría, claro que sí!

Una librería con cafetería de un barrio de Madrid, una tarde de otoño. Aurelio lleva un carrito de la compra lleno de libros, y entre ellos estoy yo, su listín telefónico. Entra y se sienta en una mesa apartada. Pide un café (descafeinado). Entra un joven de unos 30 años en vaqueros y con jersey. Lleva una mochila. Mira y en seguida reconoce a Aurelio.

– ¿Es usted Aurelio?

– ¡Rubén, pero qué joven es usted! (Aurelio se levanta y abraza a Rubén, que se queda sorprendido y se deja abrazar. Aurelio le da la mano eufórico). ¡No sabe la alegría que me da conocerlo!

– Y a mí, Don… Aurelio. Ha elegido usted un sitio muy bonito.

– Sí, las librerías son los sitios más rebonitos del mundo. Y esta es especialmente acogedora. Una vez estuve en una en Barcelona, una de viajes, que también me gustó muchísimo. ¿Qué quiere usted tomar?

– Por favor, Aurelio, vamos a tutearnos, que ya hay confianza. No creo haber pasado tanto tiempo al teléfono como con usted. (Ambos se ríen).

– ¡Yo siempre digo que la tarifa plana es el mejor invento después de los libros! Bueno, la verdad sea dicha, a mí casi todo me parece “el mejor invento”. (Vuelven a reír). Pero mire, le he traído algunos de los libros… te he traído algunos de los libros de los que hablamos. Sobre la historia de la raza rubia gallega, aquí tienes una copia-original del “Reglamento Oficial de Libros Genealógicos” de la Dirección General de Ganadería. De 1933 y todo lleno de comentarios…

– Pero qué maravilla, Aurelio. Esto es una joya.

– Sí, mira, se ve que Mercedes hizo una copia del reglamento y lo llenó de notas en los márgenes. Fíjate en todo el control que había ya en aquella época… aquí habla Mercedes de cuando se compraba en las lecherías y se hervía la leche en casa, de la pasteurización, del sistema UHT (que no llegó a España hasta 1964)…

– Y que lo diga, Aurelio, para que ahora lleguen y nos digan que la leche cruda es lo mejor. (Aurelio se lleva la mano a la cabeza y hace un gesto de “no me lo puedo creer”). ¿Y este libro?

– Ah, este es de 1984. A Mercedes le dio por tirar del hilo para ver cómo se instauró la ganadería en distintos países del sur de América. Este es el primer tomo de la “Historia de la ganadería en México”, de Pedro Saucedo. También todo lleno de anotaciones.

– Qué maravilla. Mire esta nota: “Buscar más información sobre estadísticas que relacionen ganadería, salud y educación. ¡Debe estar relacionado y nos queda tanto por aprender!”.

– Sí, mi Mercedes siempre tan curiosa. Tan inquieta. ¡Mire, ya llega Rocío!

– ¿Rocío?

– Ay, he olvidado mencionarte que, casualmente, habéis decidido venir a verme el mismo día. ¡Rocío es la chica de la que le hablé! (Ambos se levantan para ayudar a entrar a Rocío, que entra con su bastón).

– ¡Rocío, cómo estás!

– Buenas tardes, soy Rubén.

– ¡Vaya, no me había dicho que iba a estar acompañado, Aurelio!

– Venga, siéntese con nosotros… ¡y hemos decidido tutearnos todos, hale! (Se sientan los tres mientras se ríen).

– ¿A ti también te ha contado historias fantásticas por teléfono? -pregunta Rubén-.

– Y tanto, no miento si digo que me ha hecho pasar las mejores horas de mi vida viajando sin moverme del sillón. Aurelio, debería usted escribir un libro con todas las historias que nos cuenta de Mercedes.

– Pues mirad, para eso en parte os quiero liar: quiero que lo hagáis vosotros dos.

Se hace el silencio, solo suena la música de jazz de fondo. Hasta el chico que sirve los cafés mira hacia el grupo, interrogante.

– ¿Cómo dice? – pregunta Rocío estupefacta-.

– A ver, Rocío, Rubén: ambos tenéis una capacidad especial para escuchar. Os dejáis embarcar y viajáis conmigo. Yo ya soy mayor para ponerme a escribir, pero lo que es hablar… ¡Bueno, ya lo sabéis! Además: quiero que el libro se haga en braille. Tengo unos ahorros que creo que darán para pagar todo el proceso.

Durante casi un minuto vuelve a oírse solo jazz. Rubén se ruboriza. Rocío sonríe. Aurelio los mira sucesivamente, expectante, esperando una respuesta.

– Mire, Aurelio –empieza Rocío-. Como sabe estoy buscando tema para mi tesis. Después de todo lo que me ha contado creo que ya sé sobre quién la haré. Le propongo hacer una tesis sobre Mercedes y sobre toda su investigación histórica. Aunque lo que ella hizo da para mucho más que una tesis.

– ¡Eso sería fabuloso! ¡Ay, Rocío, qué alegría me das! (La abraza sentado, mientras Rubén se ruboriza).

– Yo no sé muy bien para qué puedo servir en este proyecto.

– Rubén, ¿tú me ayudarías en la digitalización? Son muchos libros y anotaciones, y serán difíciles de interpretar por mis programas de ordenador. Necesitaré a alguien que me eche una mano.

– Pero tendremos que pasar tiempo juntos, yo tengo mi finca de rubias en Coruña y… -Rocío interrumpe-.

– Ya lo había pensado, puedo hacer parte de los cursos de doctorado en Santiago de Compostela. De hecho, tengo allí facilidades con unos amigos y…

Cuatro años después, suena el teléfono en casa de Aurelio.

– ¿Sí, dígame?

– ¡Aurelio, tiene usted que venir, tiene que venir pero ya!

– ¡Ay, pero cómo me avisáis tan tarde!

– ¡Es que entre las vacas y la tesis no nos da la vida, Aurelio!

– ¡Lo sé, lo sé! Ahora mismo cojo un autobús, luego te mando un whatsap y te digo dónde recogerme.

– ¡Dese prisa!

Aurelio me agarra y me mete en una bolsa de viaje. Coge una foto de Mercedes, algo de ropa, coge a Paco para dejarlo con la vecina, mira la casa y sale sin mirar atrás.

En el Hospital de Santiago de Compostela está Rocío, agotada, sonriente, abrazando a una bebé. Entra Aurelio, emocionado, y detrás, sin aliento, Rubén, que acaba de aparcar el coche tras recoger a Aurelio.

– ¿Cómo estás?

– Muy cansada. Pero qué bien huelen los bebés… ¡y cómo chupan!

– Qué preciosidad de niña, Rocío. ¡Tiene los hoyuelos de Rubén! (Rubén se ruboriza).

– Por supuesto, ya sabes cómo se llamará, ¿verdad?

Aurelio está de pie, junto a la cama. Los mira a los dos y no puede evitar empezar a llorar.

La pequeña Mercedes suspira satisfecha. En dos meses Rocío defenderá su tesis sobre la persona que les ha unido. La vida da muchas vueltas. Las familias se crean de formas extrañas. Esta empezó con un listín telefónico anticuado y un teléfono.

 

La mensajera

Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA
Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA

18/03/2011

Para vosotros soy gris o sepia. Las fotografías que llegaron en los setenta del pasado siglo os dan una imagen de mí que estaba incompleta. Era como si me hubiesen puesto una tirita enorme y, al arrancarla, se hubiese llevado toda la piel… Eso fue porque la Mariner 10 no tomó imágenes de toda mi superficie. Me sobrevoló tres veces y para mí fue todo un acontecimiento. Al principio me asusté. Mis capas superiores han sido testigo de bastantes choques y no me apetecía uno más; de hecho, tengo una colección de cráteres de lo más variado…

Pero Mariner sólo quería “hacerme un reportaje”. Cuando se fue me quedé un poco triste… ahora está orbitando el Sol, apagada (qué contradicción, apagada frente a una ardiente estrella). Se quedó sin combustible y viaja a la deriva. Es casi como si hubiera muerto.

Luego se acercaron otros y me hicieron fotos más completas.

Ya saben quién soy, ¿verdad? Soy el lunar que le sale al Sol cuando paso entre él y la Tierra. Una manchita bien definida. Al ser el más pequeño del Sistema Solar todo me parece enorme (soy sólo un poco más grande que su Luna). Pero no por ser el más pequeño soy menos denso, qué va. Y mi temperatura supera la de la Tierra cuatro veces… ¡estoy que ardo y soy un pesado! Además de lento, porque a mí un día solar me dura el equivalente a 176 días terrestres. Me gusta ir despacito.

Tengo un campo magnético bastante fuerte que genera mucho interés. Y el hecho de ser tan denso puede deberse a tanto choque. Al estrellarse contra mí, es posible que “pelaran” mis capas superiores y que mi núcleo esté muy cerca de mi superficie. Dicen que puede ser principalmente de hierro.

Pero dejemos de hablar de mí.

Hoy el tema candente es mi nuevo invitado, una visita esperada desde hace casi siete años. Es el tiempo que ha tardado en llegar desde su lanzamiento en la Tierra. Tal vez, observándome más de cerca puedan desentrañar más cosas, conocerme mejor. Por eso me han enviado a la Mensajera, la Messenger. Estoy tan contento de estar de nuevo acompañado… Claro, ustedes tienen la Luna, pero yo carezco de satélites naturales, así que un poco de compañía me viene bien.

Nunca me habían orbitado así. Es normal que se quede a una distancia prudencial, lo sé. Demasiadas radiaciones. Demasiado calor. Pero algo es algo.

¿Cómo habrá sido ese viaje de la Messenger a través del interior del Sistema Solar? ¿Qué podrá contarme de Venus? ¿De los 4.900 millones de kilómetros que ha recorrido desde que saliera lanzada en un cohete Delta II el 3 de agosto de 2004? Menuda experiencia…

Estoy deseando que despierte… Ahora mismo está dormida. En unos días sus instrumentos se irán poniendo en marcha, poco a poco, y se pondrán a trabajar. Yo seré el protagonista de esas observaciones.

Soy Mercurio, el planeta más pequeño del Sistema Solar. Encantado de conocerles (otra vez).

 
Inspirado en la noticia del diario El País: Una nave llega por primera vez a la órbita de Mercurio, por Malene Ruiz de Elvira (Madrid, 22/03/2011). Publicado en CreativaCanaria el 28/03/2011.

30/04/2015

Hoy mi superficie, como me temía, ha sufrido un nuevo impacto. Me he fundido con mi amiga, la mensajera. Tras cuatro años he visto cómo se precipitaba sobre mi suelo y se hacía añicos. Ahora somos un solo objeto con mil historias que contar.

Mírame

Fuente: masterennubes.blogspot.com.es
Fuente: KOHL THRELKELD/NEWS SENTINEL

Mírame. Quiero que me mires…

Así. Mírame las arrugas. Sí, soy vieja. Tengo el pelo blanco y algo deshilachado. ¡Con lo bonito que lo tenía! Pero me he negado a cortármelo. Todas las mujeres, cuando nos hacemos viejas, nos cortamos el pelo. Yo me niego. Aunque esté quebradizo y tieso…

Mírame la cara. Está surcada, ¿verdad? Son enormes. Si estirase todas las arrugas, dentro me cabrían dos caras nuevas… La piel está flácida y blandita. La firmeza despareció hace años…

Mírame las manos. Bueno, las manos nunca han sido tu fuerte. Ya las tenías feas cuando eras joven. Pero ahora están cuarteadas y los dedos algo torcidos.

Mírame a los ojos… Ya casi no te veo sin gafas. Empezó siendo presbicia y ahora estoy medio cegata. Pero bueno, te acostumbras.

Mírame. Quiero que me mires.

Estoy encorvada y me cuelgan las carnes. No quieras saber lo que fue de aquella chicha que te empezó a crecer en la tripa a los cuarenta… Ahora es un flotador. ¿Y las “alas de murciélago”? Me da la risa. ¿La piel arrugada de las rodillas y los tobillos? Ya ni me fijo.

Los pies, madre mía los pies. Los juanetes son lo peor. No veas cómo duelen… Menos mal que es por temporadas y que se pueden operar cuando se ponen muy feos. Dicen que después se te queda la zona insensible. Pero mira, mejor así.

¿Hombres? ¿Sentirte atractiva? Pues claro que sí. Lo que pasa es que es todo tan distinto a los anuncios de la tele y a las películas románticas que nadie diría que estás flirteando. Yo me siento guapa, no te creas. Y me siguen gustando los hombres que me hacen reír… ese que sigue a tu lado y que todos los días te saca una sonrisa.

Además hay otras cosas buenas.

¿Recuerdas los ardores? Pues se han ido. Ahora no puedo comer de todo, pero tampoco es tan grave. ¿Y los dolores de cabeza? También se han ido. ¿Y qué me dices de aquellas contracturas musculares? Fuera todo. Fuera pesadillas. Fuera insomnio.

¿Sabes por qué?

Porque ya no tengo miedo.
Ya no hay estrés.
Vivo en paz.

He aceptado y he perdonado lo que tenía que aceptar y perdonar. He querido y me han querido tanto y con tanta intensidad que se han cerrado todas las heridas. La calma ha ido llegando y ahora vive conmigo.

Mírame. Quiero que me mires.

No puedes esperar a hacerte vieja para dejar de tener miedo. Tienes que hacerlo ahora. Sé que sólo soy un reflejo en un espejo. Menos aún: soy la que tú crees que serás cuando seas vieja reflejada en un espejo imaginario. Añoras la calma y la paz que crees que sólo los años pueden dar.

Pero tú eres fuerte. Siempre lo has sido.

Mírame: quiero que me mires.

Deja de tener miedo, pero hazlo ahora.

Vive.

El tupper

Adelino es de los de boina y chaqueta de pana. Camina despacio. Ya muy mayor, de cejas pobladas y surcos en la cara. Adelino camina encorvadito, con las manos a la espalda. Camina con sus albarcas en verano y sus zapatos de suela de goma en invierno. Le gustan las suelas de goma porque se siente más grande. Pero las albarcas dejan que sus pies cansados respiren mejor (y huelan peor, qué se le va a hacer).

Adelino nunca sabe cuándo se van los dolores de las articulaciones, pero sabe cuándo llegan porque siente los avisos. Hace años que se entiende con los cambios de temperatura. Y se comunica con ellos: “Hola. Ya estás aquí. A ver cómo de fuerte vienes este año, jodío”.

Este año se ha dado cuenta de que sus pasos son más cortos y que arrastra un poco los pies. Lo nota más con las albarcas. “Los años”, piensa. Cada tarde, cuando el tiempo lo permite, sale a la plaza y se sienta en el borde de la jardinera de obra de su árbol favorito. Él era pequeño cuando lo plantaron. Y ahí está, tan hermoso y oscuro. Dando sombra todo el año.

Prefiere sentarse ahí que en los bancos que puso el ayuntamiento. También se está a la sombra, pero a él le gusta más la jardinera porque se le quedan los pies colgando y le recuerda a su infancia. Los vecinos le dicen que un día se va a caer una torta como siga dando esos saltitos para alcanzar la jardinera. Pero él piensa que cuando llegue el día, si eso ocurre, ya nada merecerá la pena. Así que sigue retando a la gravedad con su diminuto cuerpecillo.

En su bolsillo, Adelino lleva un tupper. Es de esos pequeñitos que, en las colecciones de 24 tuppers, nunca sirven para mucho. No cabe casi nada. Pero él lo lleva siempre encima. Cuando se sienta bajo el árbol, una señora encina, saca el tupper y lo mira.

Adelino entonces, como si de una película de Tolkien se tratase (él ha visto la saga de “El Señor de los anillo” en versión extendida y luego se ha leído los libros -le gustan más las películas-) se siente como el hobbit que lleva la pesada carga del anillo. Lleno de pesar pero, al mismo tiempo, con la sensación de tener que cumplir una misión, dura y dolorosa, pero necesaria. Adelino deja volar su imaginación. En su mente, rememora la plaza del pueblo cuando, muchos años antes, se llevaron a su padre para nunca volver.

Dos gotas de sangre se hallaron sobre el suelo, en el que alguien había dejado caer unas bellotas. Una gota de sangre sobre una de las bellotas. La otra en la tierra. De esas bellotas crecería la encima que es hoy su sombra. La de la gota de sangre la cogió aquel niño Adelino y la guardó mimosamente en un pañuelo de hilo, el que ahora estaba dentro del pequeño tupper. Cuando miraba el tupper sentía la manaza de su padre sobre su cabecita, revolviéndole el pelo.

Hoy Adelino ha decidido enterrar la bellota con la esperanza de que aún pueda brotar algo de ella. Se ha levantado muy temprano, aún con el alba, y ha ido a la plaza, a la zona que no está ensolada. Ha sacado el tupper. Lo ha abierto. Ha sacado el pañuelo de hilo, casi hecho jirones, y ha mirado la bellota seca. Tal vez no sirva para nada. Tal vez esté muerta. Pero Adelino sonríe cuando la entierra y la riega. Una vez terminada la operación, mete el pañuelo en el tupper y se vuelve a desayunar.

Cuando amanece del todo, Adelino sale a la plaza con su ritmo bailarín, despacito, despacito. Salta sobre la jardinera. Se balancea peligrosamente (como siempre) y acaba sentadito con las piernas colgando. Saca el tupper y, como cada día desde hace años, lo mira.

Versión sonora de «El tupper» en ivoox:

Música de la introducción: Lee Rosevere, tema “Planet F” del álbum “Trappist 1”. Bajo licencia Creative Commons. Música del cuento “El Tupper”: Kai Engel, temas “Denouement” y “Tumult” del álbum “The Run” (2017). Bajo licencia Creative Commons.

El sistema solar no tiene nombre

«El sistema solar no tiene nombre». Por eso se escribe con minúsculas, al contrario que la Vía Láctea, que es el nombre de nuestra galaxia. Por eso propongo un concurso libre para ponerle nombre antes de que lo hagan civilizaciones extraterrestres. ¿Cómo llamarías a nuestro sistema solar?

divertido-sistema-solar-600x375. From: http://wallpapers.org.es/divertido-sistema-solar/
divertido-sistema-solar-600×375. From: http://wallpapers.org.es/divertido-sistema-solar/

Vale que es una familia. Una familia con sus claros y oscuros, pero, al fin y al cabo, una familia. Y todas las familias tienen un apellido. Se perpetúan a lo largo de la historia (¿esta «historia» irá con mayúsculas?) dejando un rastro que creemos indeleble.

La Tierra, el planeta, se escribe con mayúsculas. Igual que nuestro satélite, la Luna. Los demás planetas de la familia también tienen nombre, y se escriben con mayúscula. Mercurio, Venus, (nosotros), Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Parece que los más pequeños, pese a no ser planetas, tienen nuestro apellido (Sol) y sus nombres propios: Plutón, Haumea, Makemake y Eris.

Hasta la galaxia en la que vivimos, la Vía Láctea, tiene nombre (¡se escribe con mayúsculas!), igual que Laniakea, el supercúmulo en el que estamos inmersos.

Resumiendo: ¿se escribe «Sistema Solar» o «sistema solar«? ¿Con mayúsculas cuando hablamos del «nuestro» y con minúsculas cuando hablamos de otro sistema estelar? ¿Qué opinaría Carl Sagan ante este entuerto (y no nos sirve en inglés, que ellos todo lo escriben con mayúsculas)? ¿Es tan importante preocuparnos por unas mayúsculas…?

Mientras, allá arriba, el Sol sigue calentándonos, la Tierra y los demás planetas, girando, Marte sigue escondiendo sus misterios, y la Voyager continúa su aventura, aunque aún están debatiendo los expertos si sigue con nuestra familia o, por fin, ha abandonado los confines del Sistema Solar.

(¡Ups! Finalmente, se me ha visto el plumero. Pero, si al final es verdad que no tiene nombre, ¿no os da penita? ¿Le buscamos un nombre? Venga, aceptamos propuestas. Yo voto por «Hogar»).

La caja azul

http://www.ile-aux-nounous.fr

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una caja azul metida en un trastero. Era una caja de cartón que no podía contarnos mucho porque había prometido guardar el secreto de su existencia y de su presencia en el lugar donde empieza este cuento. Y así es como dejamos que la historia se cuente sola…

Tenía doce años cuando se enfrentó a aquel reto.

Era pequeña, de dientes algo torcidos y pecas mal repartidas. Negros ojos, vivos y grandes, tal vez demasiado grandes. Un pelo rebelde, ni rizado ni lacio, siempre en un intento de recogido en forma de trenza o coleta. Tan delgada que toda la ropa le quedaba grande. Ni asomo de femineidad, lo cual la mantenía en un vilo constante, ya que la preadolescencia no perdona y las hormonas, crueles, hacían de las suyas, pero no de un modo visible.

Berta.
Además se llamaba Berta.
¿Por qué no la habían llamado Laia, como su madre?

Continuar leyendo «La caja azul»

Pero… ¿qué tenía de malo aquel nombre? De origen germánico, Berta significaba única, brillante, resplandeciente, ilustre… Sin embargo sus compis del cole no terminaban de entender eso. “Berta, ¡despierta!”, le decían con una colleja los niños al pasar por el pasillo. “Berta la muerta”, o su variante, “Berta huele a muerta”. Ese era el peor. “Berta la puerta”, “Berta nunca acierta”,…

Llegó un momento en que ya no se enfadaba. Les ignoraba. Y un buen día, con diez años, empezó a responder con motes a quienes la insultaban. “¿Ah, sí? Pues si yo soy Berta la muerta, tú eres Rosa la casposa. Y tú Elena la hiena. Y tú Juan el patán. Y tú Andrés, el que le huelen los pies. Y tú Valentín el puercoespín. Y tú…”. Y le dio tal repaso a todos que los niveles de acoso comenzaron a bajar.

Sin embargo seguía siendo la destartalada niña sin amigos, solitaria y rara, que intentaba a toda costa pasar desapercibida, con camisetas anchas para que no se notara la ausencia de pecho, siempre con algún libro bajo el brazo. En esa época le pusieron el aparato dental y las gafas. Una pesadilla. Si ya se sentía poco agraciada eso ya fue el colmo. Así que se enfrentó a esos nuevos tiempos con algo de resignación y valentía.

Porque para Berta salir de casa cada día era eso: un acto de valentía. Su madre había fallecido siendo ella muy pequeña y vivía sola con su padre. Él era un hombre bueno, de esos que deberían figurar en el diccionario junto a la palabra “bueno”. Ella pensaba que el sentido de la composición “hombre bueno” se estaba deformando. Cuando la gente decía “Es un hombre bueno” o “Es un buen hombre”, parecían ocultar cierto sentido de debilidad o incluso estupidez. Berta no estaba de acuerdo. Su padre era fuerte y sensible. Inteligente y audaz. Honesto y luchador. Un hombre bueno. Un héroe para ella.

Cuando Berta empezó a sentir los efectos de las hormonas (es decir, se enamoró perdidamente del chico más bestia y tonto de la clase) y su padre vio cómo arrastraba su cuerpo suspirante y lloroso por las esquinas, tuvo una conversación clara y directa con ella:

“Cariño. Lo que te pasa es normal. No estés tan apagada, mi vida… -le dijo sujetando su carita- Estás creciendo y eso es maravilloso. Tus hormonas te están cambiando y eso puede hacer que estés triste, que te enfades, que te sientas cansada… y que te empiecen a gustar los chicos… o las chicas. Eso ya lo irás descubriendo, no te preocupes. Solo date tiempo. Es posible que en unos meses tengas tu primera menstruación. Eso hará que te sientas rara. Si ocurre, cuéntamelo. Puede que te duela la barriga, la cabeza, te sientas hinchada, quieras tirarme algo a la cabeza…”.

Berta se echó a reír y sus braquets resplandecieron con ella. “¡Por fin!”, dijo Eduardo, satisfecho. “Tú confía en mí. Esto es un equipo, ¿recuerdas?”.

Y Berta dejó de preocuparse en exceso por todo aquel proceso de cambios y empezó a darse cuenta de que el chico que le gustaba era el más bestia y el más tonto de la clase. ¿Cómo podía ser tan tonto siendo su madre la dueña de la librería más grande de toda la provincia? Pero… ¡era tan guapo!

Un día, en el instituto, la profe dijo que harían un concurso de cuentos. Y Berta, sin saber cómo, se propuso a toda costa ganar ese concurso. Se convirtió en una secreta obsesión. Se dijo que tenía que ganar ese premio: la publicación del cuento y un lote de libros a elegir… de la “Librería Bustos”. Precisamente (qué casualidad) la librería de la madre del niño más tonto y más bestia de la clase, cuyo nombre era Asier. Sus padres eran vascos y él era el primogénito. Al parecer Asier significaba eso: el principio. Y ella empezó a fantasear con la idea de ganar el premio e ir a la librería. Se encontraría allí con él y sonreiría… no, eso mejor no (por los braquets).

En fin, que Berta empezó a escribir y a escribir, y a desechar y a desechar, y a elegir un personaje y otro, y a cambiar de idea una y otra vez, hasta que el plazo se fue acercando amenazante y tuvo que decidirse.

Escribiría sobre una mujer aventurera, una madre que finge morir y en realidad se va de viaje con la intención de regresar con historias maravillosas que contarle a sus hijos… Pero por el camino ocurrirían cosas terribles que le impedirían volver.

Pobre Berta.

El suyo era un sufrimiento callado. Y con los cuentos había empezado a liberarse de aquella carga generada por la ausencia de la figura materna. No quiso darle a su padre el cuento, quería que fuera una sorpresa cuando se hiciera público. Esperaría hasta que se fallaran los resultados del concurso… y no ganó.

—-

Muchos años después, Eduardo estaba en su cama de hospital, tan pequeño y destartalado como Berta a los doce años. Allí estaba ella, adulta, con su esposo, Asier (que no era ni bestia ni tonto, solo había sido un niño un poco trasto y muy tímido). Sus dos hijos mayores estaban con ellos, agarrando las manos del abuelo. La pequeña brincaba por la habitación. “Ojalá tuviera cinco manos, así podría agarraros a todos”, decía Eduardo con una sonrisa tan preciosa que todo el edificio podría haberse derrumbado en aquel momento y nadie se habría dado cuenta.

Berta lloraba, sonriendo también. Asier la abrazaba, escondiendo a veces su cara en el hombro de ella. Los dos hijos mayores, Eduardo y Ángel, en silencio, besando las arrugadas manos del abuelo. Todos le miraban, con esa sensación de querer disfrutar hasta el último segundo de vida de aquel hombre bueno.

Entonces el abuelo lo contó.

– Berta, ¿recuerdas el concurso de cuentos del colegio, aquel que tanto te obsesionó?

– Sí, papá. ¿Cómo iba a olvidarlo?

– Pues tengo que contarte algo… Berta. ¿Recuerdas también la caja que hay en el trastero, la azul con un lazo?

– Sí, claro, nunca me dejaste abrirla… ¿pero qué tiene eso que ver con…? – Eduardo levantó un poco la mano e hizo un gesto, como para que le dejaran seguir hablando sin interrumpirle-.

– Pues mira: cuando el jurado leyó tu cuento todos decidieron de forma unánime que era el mejor. Pero era tan triste que la profesora, una vez abrió el sobre para conocer la autoría, me llamó para hablar conmigo. No sabíamos si era bueno que airearas el dolor por la ausencia de tu madre en aquellas condiciones. Aunque… debo ser sincero. Fui yo quien decidió que no se hiciera público… No me sentía fuerte para responder preguntas sobre tu madre. Me preguntaba cómo era posible que lo supieras…

– ¿Que supiera qué?

Se hizo un silencio espeso y caliente como la lava.

– Berta: tu madre no murió, al menos no en el momento en que tú imaginas. Poco después de nacer tú, tu madre se sentó conmigo y me dijo que necesitaba crecer. Que te quería mucho, pero que no había vivido. ¿Cómo iba a enseñarte nada si ella misma no sabía nada de la vida? Me dijo que necesitaba viajar, aprender, conocer mundo… Y eso hizo. No podía decirle que no… Tenía toda la razón. Con la mala suerte de que dos años después falleció en un accidente. De hecho estaba regresando a casa cuando ocurrió…

– Papá… ¿Y por qué…? ¿Por qué has esperado tanto para decírmelo? – Berta estaba ahora echada sobre el regazo de su padre, llorando tanto que ningún mar habría recogido tantas lágrimas, de hecho todos lloraban- ¿Por qué no me lo contaste antes?

– No tuve valor, hija. Nunca tuve el valor… Cariño: la caja azul son los libros que compró tu madre para ti durante su viaje. Jamás me atreví a leerlos… Solo la abrí para añadir los que me dieron en la librería. Berta: ¡ganaste el premio!- Lo dijo con esa preciosa sonrisa, más bella y resplandeciente aún, lleno de orgullo…

Apretó durante un momento más sus manos.

Y se fue.

—-

Berta es abuela. Escribe libros de aventuras y cuentos, sobre todo cuentos. Le gusta leerlos a sus nietos. Está en su pequeño despacho, en un silloncito viejo atestado de cojines. Asier juega en el pequeño jardín, tirado en el suelo, con sus nietos. Ella los ve por la ventana. “Como siga así van a romper a este viejo”, piensa ella divertida. La hija, la menor de los tres, entra con su pequeño en brazos.

– Laia, ¿dónde he metido mis gafas?

– Las llevas colgando del cuello, como siempre…

Se miran y se ríen…

– Te ríes como tu abuelo… -Ambas se miran-.

– ¿Sabes una cosa? Siempre pensé que esto era una tener familia. Muchas personas, hijos, nietos, gente a tu alrededor… Y ahora aquí estoy, rodeada de gente que me quiere y a la que quiero. Una familia.

– Sí mamá. Pero ¿sabes tú otra cosa? Tanto amor no surge por generación espontánea. Alguien te enseñó a querer. El abuelo y tú también erais una familia. Un equipo.

– Tienes razón. Y aunque no llegué a conocerla creo que mi madre tuvo mucho que ver en esto…

Laia se fijó en que tenía un viejo cuaderno entre las manos y, sorprendida, le preguntó:

– ¿Estás leyendo sus diarios de viajes? ¿Por fin?

– Sí. Por fin me atreví. Este es el último… soy una tonta.

– No eres tonta, mamá, no digas eso…

– Ya lo sé, ya… Voy a contarte algo que nunca le he dicho a nadie. –Laia se sentó frente a ella con el bebé y escuchó atentamente-. Cuando aquel día, con doce años, dieron el fallo del concurso, me sentí como si me hubiera pasado por encima una apisonadora… Fue cuando decidí dedicarme a escribir. Supongo que buscando siempre aquel premio. Cuando el abuelo me dijo que había ganado… no sentí alivio. Me hizo sentirme muy triste. Y ahora, tanto tiempo después… Ahora me sentía preparada para saber. Para leer los diarios de mi madre. Para comprender por qué calló mi padre. Ahora es cuando siento que he ganado, Laia.

Cogió su mano, miró al bebé, soltó una lágrima agarrando la vieja libreta manuscrita y repitió, mirándola a los ojos:

– He ganado.

Y es que, érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una caja azul metida en un trastero. Ahora está debajo de una mesa, en un saloncito luminoso donde siempre hay gente y se cuentan historias. La abren y cierran casi cada día para leer lo que ha estado guardando todo este tiempo. Está algo desvencijada, pero sigue guardando misterios que sólo los ojos de los que aman los cuentos pueden desentrañar. Y quién no se ha enamorado alguna vez de un cuento…

El bosque de cedros que reposa sobre tu hombro izquierdo

No importa cómo lo mires. Respira, y dentro se mueven miles de cosas vivas. Oscuro, revela formas curvas que inhalan carbón, adheridas a ese hueco entre tu carne y tu piel más superficial.

Cuando miro tu hombro izquierdo veo un bosque de cedros, movido por el viento, lleno de luces y sombras, con el color traslúcido de la carne emergiendo entre las ramas…

Un bosque de cedros visto desde arriba, como si pudieras volar por encima de ellos y divisar las corrientes de aire en espiral. La mía es una perspectiva privilegiada. Puedo mirarlo mientras reposas. Mientras se desprenden los rastros del día y cae el sueño. Mientras aprietas contra mí el aire y lo comprimes.

Sobre tu hombro izquierdo hay un bosque que parece milenario. Alguien dibujó unas alas extrañas, un renacer de ave mítica. Alguien quiso darte un Fénix color ceniza. Y te dio árboles como plumas.

Mucho mejor.