El olor a tierra mojada tiene nombre

Crédito: https://medium.com/@cronociclope
Crédito imagen: https://medium.com/@cronociclope

Podía pasarse horas mirando cómo los caracoles aprovechaban la tierra húmeda después del verano para poner sus huevos. Luego, con mucho cuidado, los sacaba con una palada de tierra solo para observarlos, blanquecinos y traslúcidos, con aquel pequeño ser vivo creciendo en su interior. Después los devolvía a su agujero, con mucha delicadeza.

Era una niña. Tenía la gran suerte de tener un jardín lleno de bichos. Y una alberca. Bueno, la alberca, que soy yo. Aunque les hablo desde el pasado, porque ahora soy otra cosa. En aquella época las albercas en los jardines servían para acumular el agua dulce y el agua de lluvia para regar. En las zonas de costa había sequías que hacían que el agua del mar entrara hasta los pozos, haciendo que de los grifos saliera agua salada. Eso era terrible para los cultivos, porque se secaban si los regaban con ese agua (por efecto de la osmosis). Y luego está lo de los pececillos de agua dulce que murieron cuando empezó a salir agua del mar por las tuberías…

El caso es que durante una época hubo cortes de agua. Solo cuatro horas de agua al día (que solía ser por la noche) aunque, eso sí, agua dulce. En esas horas llenaban las albercas para tener agua de regadío. Yo era una alberca modesta, no llegaba al metro de altura. La idea era almacenar, pero acabé siendo objeto de juegos de las niñas. En verano se bañaban, y en invierno rescataban y estudiaban a los bichos que acababan en mis dominios.

Aunque había alguien que lo hacía durante todo el año. Lucía se preocupaba tanto por los bichos que caían al agua que, a veces, no podía dormir. Se despertaba, se erguía en su camita, se ponía las zapatillas despacio, creyendo que nadie más se daba cuenta, y arrastrando un poquito los pies, abría la puerta y salía a la parte de atrás de la casa. Se subía en una caja de madera que tenía apartada en una esquina y, con una red limpiapiscinas de esas para retirar las hojas de la superficie, sacaba a los bichos que veía flotando. Era tan pequeña que apenas tenía fuerza para sacarlos, pero también era testaruda y hasta que no los sacaba a todos, no paraba. A veces eran pocos. Otras había un montón que iba a cumulando en mi borde de cemento.

El sistema era siempre el mismo: los sacaba, cogía una hojita seca, los levantaba en volandas de la red del limpiapiscinas, los ponía sobre la superficie y soplaba un poquito para que se secaran. Les hablaba. Les contaba que, al ser bichitos tan pequeños y la alberca tan grande, debía parecerles como el mar. Y hablaba y soplaba un poquito durante un ratito. Algunos bichos se movían, se estiraban, caminaban y, de tener alitas, acababan echando a volar. En esos momentos a Lucía se le iluminaba la cara. Otros, los pobres, estaban requetemuertos y no había forma de resucitarlos. Entonces Lucía se quedaba muy seria, en silencio durante un rato, y cantaba muy bajito: “Pobre bichito, pobre bichito, que no sabía nadar. Pobre bichito, pobre bichito, que cayó en el mar”.

La madre de Lucía se asomaba a la ventana que daba a mi zona y, por una rendija de la persiana, vigilaba a Lucía. Y escuchaba la letra de la canción que se había inventado para los bichitos. Y lloraba, que yo lo sé, aunque no podía verla.

A Lucía, que vivía en un pueblo de costa, no le gustaba el mar. Lloraba desconsolada cuando lo veía. Así que no iban a la playa. Y su madre esperó, paciente, a que los años y la adolescencia hicieran su efecto. Lucía creció y acabó quedando con sus amigos para ir a la playa.

Cuando pasó el tiempo, cuando se fue la sequía, me vaciaron de agua, elevaron mis muros y me techaron. Ahora soy una especie de cuarto de juegos, sala de reuniones o caseta de jardín, de todo un poco. Aquí viene Lucía con sus amigos a veces, a leer, a jugar a videojuegos, o a contar historias.

Todos saben que Lucia es adoptada, entre otras cosas porque su mamá lo dice abiertamente. Un día uno de sus amigos, Abel, le preguntó si recordaba algo de antes, algo de su vida pasada, antes de ser adoptada. Lucía se quedó pensativa y dijo:

– Era muy pequeña, pero cuando tenía siete u ocho años, un día empezó a llover en el jardín, cuando esto era todavía una alberca. Y olí la tierra mojada, que había estado tan seca… Y recordé que había olido eso mismo antes, en otro lugar, muy lejos… antes del viaje.

Y se hizo el silencio. Porque todos sabían o intuían de qué hablaba Lucía. Yo, que era una alberca, no sé de viajes ni de cruzadas. Solo sé de niñas que cantan y que cuentan historias. Pero los años no habían borrado el profundo dolor al evocar lo que ella había elegido llamar “el viaje”.

Dicen que hay lugares en los que la vida se hace tan dura que hay que huir, atravesar desiertos y montañas, hacer largas travesías que muchos no superan. Dicen que muchos niños y niñas mueren por el camino. O son vendidos. Prostituidos. Tratados con crueldad. Y luego, olvidados en el fondo del mar. Olvidados. Olvidados sin nadie que les cante. Olvidados o tal vez recordados por madres y padres que lloran lágrimas secas.

Madres y padres, o hijos e hijas, quién sabe, que esperan un día que la huida tenga sentido, o que esa tierra cobre vida cuando, un día, empiece a llover.

– ¿Sabes que eso tiene un nombre, Lucía?
– ¿El qué?
– El olor a tierra mojada. Tiene un nombre.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama?
– Petricor.

Lucía piensa en los bichitos que sacaba del agua, en su empeño por rescatarlos a todos. Y en lo bonita que es esa palabra: petricor. En lo bonito que es saber que el olor a tierra mojada tiene nombre.

La mensajera

Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA
Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA

18/03/2011

Para vosotros soy gris o sepia. Las fotografías que llegaron en los setenta del pasado siglo os dan una imagen de mí que estaba incompleta. Era como si me hubiesen puesto una tirita enorme y, al arrancarla, se hubiese llevado toda la piel… Eso fue porque la Mariner 10 no tomó imágenes de toda mi superficie. Me sobrevoló tres veces y para mí fue todo un acontecimiento. Al principio me asusté. Mis capas superiores han sido testigo de bastantes choques y no me apetecía uno más; de hecho, tengo una colección de cráteres de lo más variado…

Pero Mariner sólo quería “hacerme un reportaje”. Cuando se fue me quedé un poco triste… ahora está orbitando el Sol, apagada (qué contradicción, apagada frente a una ardiente estrella). Se quedó sin combustible y viaja a la deriva. Es casi como si hubiera muerto.

Luego se acercaron otros y me hicieron fotos más completas.

Ya saben quién soy, ¿verdad? Soy el lunar que le sale al Sol cuando paso entre él y la Tierra. Una manchita bien definida. Al ser el más pequeño del Sistema Solar todo me parece enorme (soy sólo un poco más grande que su Luna). Pero no por ser el más pequeño soy menos denso, qué va. Y mi temperatura supera la de la Tierra cuatro veces… ¡estoy que ardo y soy un pesado! Además de lento, porque a mí un día solar me dura el equivalente a 176 días terrestres. Me gusta ir despacito.

Tengo un campo magnético bastante fuerte que genera mucho interés. Y el hecho de ser tan denso puede deberse a tanto choque. Al estrellarse contra mí, es posible que “pelaran” mis capas superiores y que mi núcleo esté muy cerca de mi superficie. Dicen que puede ser principalmente de hierro.

Pero dejemos de hablar de mí.

Hoy el tema candente es mi nuevo invitado, una visita esperada desde hace casi siete años. Es el tiempo que ha tardado en llegar desde su lanzamiento en la Tierra. Tal vez, observándome más de cerca puedan desentrañar más cosas, conocerme mejor. Por eso me han enviado a la Mensajera, la Messenger. Estoy tan contento de estar de nuevo acompañado… Claro, ustedes tienen la Luna, pero yo carezco de satélites naturales, así que un poco de compañía me viene bien.

Nunca me habían orbitado así. Es normal que se quede a una distancia prudencial, lo sé. Demasiadas radiaciones. Demasiado calor. Pero algo es algo.

¿Cómo habrá sido ese viaje de la Messenger a través del interior del Sistema Solar? ¿Qué podrá contarme de Venus? ¿De los 4.900 millones de kilómetros que ha recorrido desde que saliera lanzada en un cohete Delta II el 3 de agosto de 2004? Menuda experiencia…

Estoy deseando que despierte… Ahora mismo está dormida. En unos días sus instrumentos se irán poniendo en marcha, poco a poco, y se pondrán a trabajar. Yo seré el protagonista de esas observaciones.

Soy Mercurio, el planeta más pequeño del Sistema Solar. Encantado de conocerles (otra vez).

 
Inspirado en la noticia del diario El País: Una nave llega por primera vez a la órbita de Mercurio, por Malene Ruiz de Elvira (Madrid, 22/03/2011). Publicado en CreativaCanaria el 28/03/2011.

30/04/2015

Hoy mi superficie, como me temía, ha sufrido un nuevo impacto. Me he fundido con mi amiga, la mensajera. Tras cuatro años he visto cómo se precipitaba sobre mi suelo y se hacía añicos. Ahora somos un solo objeto con mil historias que contar.

Jack

Guante de lana.Nunca sabremos de dónde vino, sólo que lo compraron en una tienda por tres euros. Al par. A los dos. Por tanto, a euro y medio cada uno. Al contrario de lo que pueda pensar la gente, dos guantes no tienen por qué llevarse bien. Ni siquiera tienen que conocerse. Pueden pasarse la vida sin hablarse. Es muy triste, sí. Pero es así.

Nadie comprende cómo, habiendo estado juntos tanto tiempo (fabricación, almacenaje, transporte, exposición, adquisición, uso y, fuera de temporada, cajón de la derecha) tienen esa tendencia tan peculiar a permanecer como entes autónomos manteniéndose a la defensiva y evitando entablar relaciones profundas entre ellos. Tal vez lo vean como algo antinatural. Pero ¿qué puede ser lo natural en la vida de un par de guantes?

Yo tengo una teoría. Jack sabía que, tarde o temprano, iba a pasarle lo que le pasó. Nos pasa a todos. Y, para evitarse disgustos, se dejó llevar por su tendencia natural al ostracismo (o, en este caso, al “guantecismo”).

Aquel día ocurrió lo que todos tememos que nos ocurra alguna vez: se perdió.

«No entiendo cómo le has dicho que sí, después de todas las conversaciones que hemos tenido sobre este asunto –María (pues así se llamaba la joven, aunque Jack no lo supiera) se sentó en el banco del metro, quitándose el gorro y sus propios guantes, sin ver que, en el respaldo, reposaba Jack-. ¿Pero no ves que te está engañando? No… No, cariño… No se trata de dinero. Pero si ya lo hemos hablado. Es tu dignidad, ¿no te das cuenta? ¡Así es como se desprestigia una profesión! Pues… pues ya nos arreglaremos. Ya… Ya sé que lo estás pasando mal… ¿Crees que yo no? No es… -se acerca, inexorable, el metro, y María se levanta y se aleja-«.

Jack se queda perplejo. Señala en su mente lanuda las palabras nuevas que ha escuchado: “engañando”, “dinero” y “dignidad”. Empieza a darle vueltas a las posibles combinaciones de letras de palabras cuyo significado no acaba de entender. Porque Jack es un guante pequeño, como de mano de cinco años, y hay cosas a las que aún no ha tenido acceso. Aunque avispado (sin aguijones), Jack es aún joven para discernir ciertas cosas.

Hay mucha gente yendo y viniendo y pocos se sientan en el banco del metro. Lo que más extraña a Jack es que pocos hablan. Leen, miran sus teléfonos móviles, hablan por teléfono… Jack está demasiado acostumbrado a una niña de cinco años que habla por los codos, habla de todo y con todos. Por eso le extraña. A Jack le gusta escuchar y ahora le resulta difícil. Sólo oye retazos, palabras sueltas, murmullos.

Es curioso… Jack no está asustado. Tiene la sensación de que esto forma parte de su trayectoria vital. La vida de un guante de lana de mano pequeña implica perderse. Puede que esa sea su última etapa. Si nadie le ve utilidad, si nadie lo coge, si nadie…

Ahora se ha espaciado el tiempo entre metro y metro y se empiezan a sentar personas. Si no se conocen, no hablan. Eso Jack no lo comprende. Si puedes hablar, deberías intentar hacerlo con los desconocidos. A los conocidos ya se lo has contado todo, ¿no? Tal vez por eso, en la genética de un guante, esté definido el no hacer buenas migas con tu reflejo especular, con tu guante opuesto… aunque a mí me sigue pareciendo una actitud muy, pero que muy rara.

“Esa discusión no me interesa –se sienta una pareja mayor- porque es algo que hemos hablado un millón de veces y siempre llegamos, agotados, a la misma conclusión”. Ella tiene el pelo blanco, tirando a ese azul extraño que llevan algunas abuelas, fruto de una libre interpretación, en las peluquerías, de qué color proporciona mayor presencia a una dama entrada en años. Él está un poco calvo, y el pelo que le queda es gris. Se toca el cuello antes de replicar: “Ya sé que siempre acabamos en tablas, no se trata de convencer a nadie de nada. Y tampoco es una discusión, es una conversación. ¿No podemos hablar de este tema sin sentirnos… agredidos?”. Ella lo mira, sorprendida, y se levanta cuando ve que falta un minuto para el siguiente metro. “No sólo eres testarudo, también eres ingenuo. Y la combinación de las dos cosas te hace ser encantador, pero también pesado. Eres un cansino”. Él se levanta tras ella y ambos entran en el metro, despacito, de la mano. Cuando se cierran las puertas, Jack ve cómo se besan.

Jack sigue ahí cuando se apagan las luces. Ha pasado mucha gente hoy por el metro. Perderse y que te coloquen sobre el respaldo de un banco tiene su encanto. Ha aprendido palabras nuevas. “Conclusión”, “agredidos”, “ingenuo”. “Cansino” ya se la sabía. Y sigue mascullando mentalmente las nuevas palabras, que ya forman parte de su acervo guantil.

Al día siguiente, Marta hace el mismo trayecto que el día anterior. Hoy no ha llevado a la peque a la escuela, le tocada a Alberto, que le ha mandado un whatsapp por si sabe dónde está el guante que le falta. “Vaya, pues igual se le ha perdido. No le gusta que se los ate…”. “Bueno, no pasa nada –escribe Alberto-. Creo que debo tener algunos viejos míos por ahí que guardó mi padre, ya sabes que lo guarda todo. :)”. En ese preciso instante Marta pasa junto al banco donde está el guante. Jack la reconoce. Marta va mirando el móvil…

Y pasa de largo.

El sistema solar no tiene nombre

«El sistema solar no tiene nombre». Por eso se escribe con minúsculas, al contrario que la Vía Láctea, que es el nombre de nuestra galaxia. Por eso propongo un concurso libre para ponerle nombre antes de que lo hagan civilizaciones extraterrestres. ¿Cómo llamarías a nuestro sistema solar?

divertido-sistema-solar-600x375. From: http://wallpapers.org.es/divertido-sistema-solar/
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Vale que es una familia. Una familia con sus claros y oscuros, pero, al fin y al cabo, una familia. Y todas las familias tienen un apellido. Se perpetúan a lo largo de la historia (¿esta «historia» irá con mayúsculas?) dejando un rastro que creemos indeleble.

La Tierra, el planeta, se escribe con mayúsculas. Igual que nuestro satélite, la Luna. Los demás planetas de la familia también tienen nombre, y se escriben con mayúscula. Mercurio, Venus, (nosotros), Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Parece que los más pequeños, pese a no ser planetas, tienen nuestro apellido (Sol) y sus nombres propios: Plutón, Haumea, Makemake y Eris.

Hasta la galaxia en la que vivimos, la Vía Láctea, tiene nombre (¡se escribe con mayúsculas!), igual que Laniakea, el supercúmulo en el que estamos inmersos.

Resumiendo: ¿se escribe «Sistema Solar» o «sistema solar«? ¿Con mayúsculas cuando hablamos del «nuestro» y con minúsculas cuando hablamos de otro sistema estelar? ¿Qué opinaría Carl Sagan ante este entuerto (y no nos sirve en inglés, que ellos todo lo escriben con mayúsculas)? ¿Es tan importante preocuparnos por unas mayúsculas…?

Mientras, allá arriba, el Sol sigue calentándonos, la Tierra y los demás planetas, girando, Marte sigue escondiendo sus misterios, y la Voyager continúa su aventura, aunque aún están debatiendo los expertos si sigue con nuestra familia o, por fin, ha abandonado los confines del Sistema Solar.

(¡Ups! Finalmente, se me ha visto el plumero. Pero, si al final es verdad que no tiene nombre, ¿no os da penita? ¿Le buscamos un nombre? Venga, aceptamos propuestas. Yo voto por «Hogar»).

La caja azul

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Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una caja azul metida en un trastero. Era una caja de cartón que no podía contarnos mucho porque había prometido guardar el secreto de su existencia y de su presencia en el lugar donde empieza este cuento. Y así es como dejamos que la historia se cuente sola…

Tenía doce años cuando se enfrentó a aquel reto.

Era pequeña, de dientes algo torcidos y pecas mal repartidas. Negros ojos, vivos y grandes, tal vez demasiado grandes. Un pelo rebelde, ni rizado ni lacio, siempre en un intento de recogido en forma de trenza o coleta. Tan delgada que toda la ropa le quedaba grande. Ni asomo de femineidad, lo cual la mantenía en un vilo constante, ya que la preadolescencia no perdona y las hormonas, crueles, hacían de las suyas, pero no de un modo visible.

Berta.
Además se llamaba Berta.
¿Por qué no la habían llamado Laia, como su madre?

Continuar leyendo «La caja azul»

Pero… ¿qué tenía de malo aquel nombre? De origen germánico, Berta significaba única, brillante, resplandeciente, ilustre… Sin embargo sus compis del cole no terminaban de entender eso. “Berta, ¡despierta!”, le decían con una colleja los niños al pasar por el pasillo. “Berta la muerta”, o su variante, “Berta huele a muerta”. Ese era el peor. “Berta la puerta”, “Berta nunca acierta”,…

Llegó un momento en que ya no se enfadaba. Les ignoraba. Y un buen día, con diez años, empezó a responder con motes a quienes la insultaban. “¿Ah, sí? Pues si yo soy Berta la muerta, tú eres Rosa la casposa. Y tú Elena la hiena. Y tú Juan el patán. Y tú Andrés, el que le huelen los pies. Y tú Valentín el puercoespín. Y tú…”. Y le dio tal repaso a todos que los niveles de acoso comenzaron a bajar.

Sin embargo seguía siendo la destartalada niña sin amigos, solitaria y rara, que intentaba a toda costa pasar desapercibida, con camisetas anchas para que no se notara la ausencia de pecho, siempre con algún libro bajo el brazo. En esa época le pusieron el aparato dental y las gafas. Una pesadilla. Si ya se sentía poco agraciada eso ya fue el colmo. Así que se enfrentó a esos nuevos tiempos con algo de resignación y valentía.

Porque para Berta salir de casa cada día era eso: un acto de valentía. Su madre había fallecido siendo ella muy pequeña y vivía sola con su padre. Él era un hombre bueno, de esos que deberían figurar en el diccionario junto a la palabra “bueno”. Ella pensaba que el sentido de la composición “hombre bueno” se estaba deformando. Cuando la gente decía “Es un hombre bueno” o “Es un buen hombre”, parecían ocultar cierto sentido de debilidad o incluso estupidez. Berta no estaba de acuerdo. Su padre era fuerte y sensible. Inteligente y audaz. Honesto y luchador. Un hombre bueno. Un héroe para ella.

Cuando Berta empezó a sentir los efectos de las hormonas (es decir, se enamoró perdidamente del chico más bestia y tonto de la clase) y su padre vio cómo arrastraba su cuerpo suspirante y lloroso por las esquinas, tuvo una conversación clara y directa con ella:

“Cariño. Lo que te pasa es normal. No estés tan apagada, mi vida… -le dijo sujetando su carita- Estás creciendo y eso es maravilloso. Tus hormonas te están cambiando y eso puede hacer que estés triste, que te enfades, que te sientas cansada… y que te empiecen a gustar los chicos… o las chicas. Eso ya lo irás descubriendo, no te preocupes. Solo date tiempo. Es posible que en unos meses tengas tu primera menstruación. Eso hará que te sientas rara. Si ocurre, cuéntamelo. Puede que te duela la barriga, la cabeza, te sientas hinchada, quieras tirarme algo a la cabeza…”.

Berta se echó a reír y sus braquets resplandecieron con ella. “¡Por fin!”, dijo Eduardo, satisfecho. “Tú confía en mí. Esto es un equipo, ¿recuerdas?”.

Y Berta dejó de preocuparse en exceso por todo aquel proceso de cambios y empezó a darse cuenta de que el chico que le gustaba era el más bestia y el más tonto de la clase. ¿Cómo podía ser tan tonto siendo su madre la dueña de la librería más grande de toda la provincia? Pero… ¡era tan guapo!

Un día, en el instituto, la profe dijo que harían un concurso de cuentos. Y Berta, sin saber cómo, se propuso a toda costa ganar ese concurso. Se convirtió en una secreta obsesión. Se dijo que tenía que ganar ese premio: la publicación del cuento y un lote de libros a elegir… de la “Librería Bustos”. Precisamente (qué casualidad) la librería de la madre del niño más tonto y más bestia de la clase, cuyo nombre era Asier. Sus padres eran vascos y él era el primogénito. Al parecer Asier significaba eso: el principio. Y ella empezó a fantasear con la idea de ganar el premio e ir a la librería. Se encontraría allí con él y sonreiría… no, eso mejor no (por los braquets).

En fin, que Berta empezó a escribir y a escribir, y a desechar y a desechar, y a elegir un personaje y otro, y a cambiar de idea una y otra vez, hasta que el plazo se fue acercando amenazante y tuvo que decidirse.

Escribiría sobre una mujer aventurera, una madre que finge morir y en realidad se va de viaje con la intención de regresar con historias maravillosas que contarle a sus hijos… Pero por el camino ocurrirían cosas terribles que le impedirían volver.

Pobre Berta.

El suyo era un sufrimiento callado. Y con los cuentos había empezado a liberarse de aquella carga generada por la ausencia de la figura materna. No quiso darle a su padre el cuento, quería que fuera una sorpresa cuando se hiciera público. Esperaría hasta que se fallaran los resultados del concurso… y no ganó.

—-

Muchos años después, Eduardo estaba en su cama de hospital, tan pequeño y destartalado como Berta a los doce años. Allí estaba ella, adulta, con su esposo, Asier (que no era ni bestia ni tonto, solo había sido un niño un poco trasto y muy tímido). Sus dos hijos mayores estaban con ellos, agarrando las manos del abuelo. La pequeña brincaba por la habitación. “Ojalá tuviera cinco manos, así podría agarraros a todos”, decía Eduardo con una sonrisa tan preciosa que todo el edificio podría haberse derrumbado en aquel momento y nadie se habría dado cuenta.

Berta lloraba, sonriendo también. Asier la abrazaba, escondiendo a veces su cara en el hombro de ella. Los dos hijos mayores, Eduardo y Ángel, en silencio, besando las arrugadas manos del abuelo. Todos le miraban, con esa sensación de querer disfrutar hasta el último segundo de vida de aquel hombre bueno.

Entonces el abuelo lo contó.

– Berta, ¿recuerdas el concurso de cuentos del colegio, aquel que tanto te obsesionó?

– Sí, papá. ¿Cómo iba a olvidarlo?

– Pues tengo que contarte algo… Berta. ¿Recuerdas también la caja que hay en el trastero, la azul con un lazo?

– Sí, claro, nunca me dejaste abrirla… ¿pero qué tiene eso que ver con…? – Eduardo levantó un poco la mano e hizo un gesto, como para que le dejaran seguir hablando sin interrumpirle-.

– Pues mira: cuando el jurado leyó tu cuento todos decidieron de forma unánime que era el mejor. Pero era tan triste que la profesora, una vez abrió el sobre para conocer la autoría, me llamó para hablar conmigo. No sabíamos si era bueno que airearas el dolor por la ausencia de tu madre en aquellas condiciones. Aunque… debo ser sincero. Fui yo quien decidió que no se hiciera público… No me sentía fuerte para responder preguntas sobre tu madre. Me preguntaba cómo era posible que lo supieras…

– ¿Que supiera qué?

Se hizo un silencio espeso y caliente como la lava.

– Berta: tu madre no murió, al menos no en el momento en que tú imaginas. Poco después de nacer tú, tu madre se sentó conmigo y me dijo que necesitaba crecer. Que te quería mucho, pero que no había vivido. ¿Cómo iba a enseñarte nada si ella misma no sabía nada de la vida? Me dijo que necesitaba viajar, aprender, conocer mundo… Y eso hizo. No podía decirle que no… Tenía toda la razón. Con la mala suerte de que dos años después falleció en un accidente. De hecho estaba regresando a casa cuando ocurrió…

– Papá… ¿Y por qué…? ¿Por qué has esperado tanto para decírmelo? – Berta estaba ahora echada sobre el regazo de su padre, llorando tanto que ningún mar habría recogido tantas lágrimas, de hecho todos lloraban- ¿Por qué no me lo contaste antes?

– No tuve valor, hija. Nunca tuve el valor… Cariño: la caja azul son los libros que compró tu madre para ti durante su viaje. Jamás me atreví a leerlos… Solo la abrí para añadir los que me dieron en la librería. Berta: ¡ganaste el premio!- Lo dijo con esa preciosa sonrisa, más bella y resplandeciente aún, lleno de orgullo…

Apretó durante un momento más sus manos.

Y se fue.

—-

Berta es abuela. Escribe libros de aventuras y cuentos, sobre todo cuentos. Le gusta leerlos a sus nietos. Está en su pequeño despacho, en un silloncito viejo atestado de cojines. Asier juega en el pequeño jardín, tirado en el suelo, con sus nietos. Ella los ve por la ventana. “Como siga así van a romper a este viejo”, piensa ella divertida. La hija, la menor de los tres, entra con su pequeño en brazos.

– Laia, ¿dónde he metido mis gafas?

– Las llevas colgando del cuello, como siempre…

Se miran y se ríen…

– Te ríes como tu abuelo… -Ambas se miran-.

– ¿Sabes una cosa? Siempre pensé que esto era una tener familia. Muchas personas, hijos, nietos, gente a tu alrededor… Y ahora aquí estoy, rodeada de gente que me quiere y a la que quiero. Una familia.

– Sí mamá. Pero ¿sabes tú otra cosa? Tanto amor no surge por generación espontánea. Alguien te enseñó a querer. El abuelo y tú también erais una familia. Un equipo.

– Tienes razón. Y aunque no llegué a conocerla creo que mi madre tuvo mucho que ver en esto…

Laia se fijó en que tenía un viejo cuaderno entre las manos y, sorprendida, le preguntó:

– ¿Estás leyendo sus diarios de viajes? ¿Por fin?

– Sí. Por fin me atreví. Este es el último… soy una tonta.

– No eres tonta, mamá, no digas eso…

– Ya lo sé, ya… Voy a contarte algo que nunca le he dicho a nadie. –Laia se sentó frente a ella con el bebé y escuchó atentamente-. Cuando aquel día, con doce años, dieron el fallo del concurso, me sentí como si me hubiera pasado por encima una apisonadora… Fue cuando decidí dedicarme a escribir. Supongo que buscando siempre aquel premio. Cuando el abuelo me dijo que había ganado… no sentí alivio. Me hizo sentirme muy triste. Y ahora, tanto tiempo después… Ahora me sentía preparada para saber. Para leer los diarios de mi madre. Para comprender por qué calló mi padre. Ahora es cuando siento que he ganado, Laia.

Cogió su mano, miró al bebé, soltó una lágrima agarrando la vieja libreta manuscrita y repitió, mirándola a los ojos:

– He ganado.

Y es que, érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una caja azul metida en un trastero. Ahora está debajo de una mesa, en un saloncito luminoso donde siempre hay gente y se cuentan historias. La abren y cierran casi cada día para leer lo que ha estado guardando todo este tiempo. Está algo desvencijada, pero sigue guardando misterios que sólo los ojos de los que aman los cuentos pueden desentrañar. Y quién no se ha enamorado alguna vez de un cuento…

Porque el hombre, Sancho, nunca deja de soñar…

Aquella tarde, sin saberlo, Don Quijote decidió cambiar el rumbo de la historia.

Se lanzaría hacia los gigantes a sabiendas de que acabaría molido a palos… o no. Se colocó la destartalada armadura, subió a su maltrecho Rocinante y, mirando a Sancho, sonrió con la confianza de aquel que sabe que tiene razón. Lo había hecho en numerosas ocasiones y no podía defraudar a su nuevo lector.

Pero, por una vez, alguien, en algún recóndito rincón del mundo, leyendo por no se sabe cuál vez aquella breve pero intensa aventura del caballero de la triste figura enfrentándose a los molinos de viento, por una vez, digo, el lector, sorprendido, leería una historia distinta.

La propia pluma de Cervantes, aliada con la tinta en un arranque de independencia, había elegido otros caminos cuando se imprimió aquella versión, redactada en un mundo paralelo de fantasía: hoy el loco vencería a los gigantes.

Y Sancho, perplejo, vio cómo Don Quijote se alejaba y divisó, no sin sorpresa, anchos brazos sobre enhiestas cabezas, gruesas piernas intentando aplastar al enjuto hidalgo en un lento y pesado caminar… Pero, inexplicablemente, no pudieron con él. Continuar leyendo «Porque el hombre, Sancho, nunca deja de soñar…»

Venció.

Exhaustos, sentados a los pies de los ahora molinos, fueron quedándose dormidos mientras les envolvía un atardecer que iba preñando de estrellas el firmamento. “Hemos vencido a los gigantes”, murmuraba satisfecho el caballero andante a su escudero fiel, mientras este, creyéndose inmerso en una ensoñación, afirmaba con la cabeza incrédulo, al tiempo que descubría una Vía Láctea impresionante…

Nadie sabe por qué la pluma y la tinta decidieron regalarles una nueva aventura, pero, de repente, ya no estaban recostados sobre el muro del molino: sin saber cómo, aparecieron a los pies de una enorme cúpula plateada, desde donde podía verse un magnífico mar de nubes.

– Señor, no sé cómo ha sido esta maravilla, pero muy mal hemos de andar para aparecer y desaparecer de libros sin ver nosotros la manera en que esto ocurra…

– No has de temer, Sancho, que magias similares he visto hacer al hombre… pero no parece ésta mala cosa –decía levantándose y mirando hacia arriba-. ¡Pues sí que es éste extraño molino!… Veamos dónde tiene la puerta…

Y dando la vuelta al lugar, dejando al viejo Rocinante y al pollino olisqueando algunas hierbas, encontraron una puerta a través de la cual entraron al interior del edificio del telescopio, pues no era este gigante otro que el GTC.

– ¡Mira Sancho, las maravillas que sabe hacer el hombre! ¿Ves esta enorme mole de metal? ¿Ves, posadas sobre sus piernas, las superficies que, cual espejos, reflejan el cielo? Con estos ojos gigantes, Sancho, estudian los sabios las aventuras que, más allá de las tierras conocidas, ocurren en otros libros.

– Sí que es extraña la cosa, señor, pues lo que ven mis ojos parece un gigante y se mueve despacio, como lo hacían esta tarde al entrar en batalla, pero no veo por ninguna parte cómo puede ayudar a los sabios…

– Este es, Sancho, un invento del futuro… Mientras nuestro autor, Miguel de Cervantes, está escribiendo ésta y la segunda parte de nuestra historia, se suceden en el mundo de la Ciencia maravillosos descubrimientos, entre ellos, el telescopio.

– ¿El teles qué?

– Sancho, un invento que acerca los astros… Pareciera que ves las estrellas más cerca de lo que en realidad están.

– Y eso, ¿por qué lo hacen, señor Don Quijote?

– Porque el hombre, Sancho, nunca deja de soñar.

De repente, se acercó una astrónoma de soporte que les dio la bienvenida…

– Les estábamos esperando. ¿Están preparados para iniciar la visita?

Sorprendidos, Don Quijote y Sancho Panza se miraron y, sin dudarlo un instante, afirmaron con la cabeza.

– Di que sí a todo, Sancho, que vamos a iniciar un viaje por las páginas de este extraño libro, acompañados por inquietos ojos, a quienes desvelaremos quién es este cíclope y cuáles son sus secretos…

—————————- (Tras visitar el telescopio)——————————-

Don Quijote y Sancho llegaron, finalmente, a la sala de control, donde los astrónomos recibían la información enviada por los instrumentos.

– Un telescopio es como una máquina del tiempo: con él se pueden ver cosas que pasaron hace mucho tiempo. Esto es una nebulosa: la estamos estudiando para conocer su evolución… Están compuestas de gases y polvo, y en ellas se forman estrellas y sistemas planetarios semejantes al nuestro…

A Sancho, que ya tenía hambre porque no había cenado, se le antojó que la nebulosa parecía una inmensa bandeja de brillantes viandas… A Don Quijote le maravilló tanto el contemplarla que pidió, si aún no se le había puesto nombre, que la llamasen Dulcinea.

– “Nebulosa Dulcinea”… La sin par del Toboso puede estar contenta. De esta aventura he logrado, no sólo vencer por fin a los gigantes, sino que he podido también contemplar una belleza igual a la de mi amada reflejada en el cielo. ¡Volvamos, Sancho, a nuestra historia! Que no se diga que no nos enfrentamos a mil aventuras con valentía. Hoy hemos cambiado un poco el discurrir de Cervantes, pues hemos burlado unos cuantos golpes y hallado un nuevo gigante cuyos vientos nos han sido favorables. Otros libros nos han acogido hoy, Sancho. Pero hemos de regresar.

Salieron al exterior. La noche cerrada no impidió que encontraran sus cabalgaduras. Pero, antes de marcharse, decidieron sentarse de nuevo a los pies de aquel gigante para contemplar la hermosa noche de la isla de La Palma.

Sancho preguntó, no sin antes pensar en las palabras de la astrónoma sobre la “máquina del tiempo”:

– ¿Por qué habremos hecho este viaje, señor?

A lo que Don Quijote respondió:

– Porque quiénes sino nosotros, dueños tan sólo de la ilusión por alcanzar lo imposible, podíamos acompañar a los lectores en este descabellado empeño donde lo imaginado se hace realidad…

Sancho cerró los ojos, de nuevo adormecido, viendo en sus retinas la magnífica nebulosa que acababa de contemplar y recordando la frase que le dijera Don Quijote:

“Porque el hombre, Sancho, nunca deja de soñar”.

—-

Cuento publicado en el «Libro del GTC«, editado con motivo de la Primera Luz del Gran Telescopio Canarias en el año 2007.

Macroaventuras de un microbio

Me presenté voluntaria para esta misión porque consideré que supondría un avance para la ciencia.

Mi vida de Bacillus Subtillis (Bacu para los amigos, aunque a todas nos llaman igual…) es bastante rutinaria.

Normalmente vivo pegado al suelo (como verán, utilizo indistintamente el sexo masculino y femenino, por eso de que no tenemos…-qué cosas-).

La verdad es que como soy tan endiabladamente resistente pensé: “¿Por qué no viajar al espacio y pasar allí una temporadita? Total, el sueldo está bien y no voy a tener gastos. ¡Vámonos pues!”.

Soy algo así como un extremófilo, entendiendo por extremófilo no aquello que se afila en un plis plas, no. Un extremófilo tampoco es un bicho extremista (es que he oído de todo en estos meses, antes de salir de misión, y me gusta dejar las cosas claras).

Un microorganismo extremófilo es un bichito microscópico que puede vivir en condiciones extremas: lo mismo enterrada en el hielo del Ártico que en un ardiente desierto, o en líquidos ácidos o zonas radiactivas en las que se supone que nada vivo puede sobrevivir (valga la redundancia, pero es que no hay otra forma de decirlo… o sí, pero no me traje el diccionario por falta de espacio… menos mal que está la wikipedia).

Parece ser que tengo una endospora bastante dura… en realidad, cuando veo que la cosa se pone fea, en unas diez horas tengo este escudo protector que me deja tranquilo. Eso no lo atraviesa casi nada. Y me quedo tan ancha. Me convierto en “SuperBacu”. No llego a ser un tardígrado, pero me defiendo bien. Por eso nos propusieron este viaje, para ver qué tal la vida aquí en el espacio para nosotras. De hecho, la nave se llama O/Oreos (Organism/Organic Exposure to Orbital Stresses), o sea, que nos van a poner nerviosas a ver qué tal reaccionamos (pero para mí que yo me voy a quedar igual…).

Y aquí estamos: no hacemos mucho, la verdad es que esto se parece bastante a la rutina de allí abajo. Bueno, la diferencia es que al no haber gravedad no hacemos más que flotar, flotar, y flotar a 640 kilómetros sobre la Tierra en lo que llaman “microgravedad” (claro, al ser pequeñitas, todo es “micro”). Y es que estamos metidas en una nave del tamaño de una barra de pan (de las buenas, no de esas minis que venden ahora, que ahí sí que habría fricciones entre nosotros). Aquí no sólo estamos las Bacu, también hay Halorubrum chaoviatoris y cuatro tipos de materia orgánica…

¡Uy! Ya empieza lo bueno. ¡Marchaaa! Están empezando a darnos caña con la radiación ultravioleta y la radiación cósmica. Ay mi madre… nos están rehidratando. Pues nada, a ver qué tal van los experimentos. Esto va a ser la fiesta del siglo, aunque como empecemos a reproducirnos lo mismo se “calienta un poco la cosa”… por algo somos los organismos más extendidos del planeta, no nos para nadie…

Por cierto, ¿no creen ustedes que para ser tan pequeños estamos viviendo una aventura impresionante? ¿Qué hace un microorganismo en una micronave espacial? Ya se lo digo yo:

¡Vivir una macroaventura!

Inspirado en la noticia del diario ABC “Una micronave de la NASA pone a prueba la vida en el espacio , por Judith de Jorge/Madrid

Publicado el 22 de enero de 2011 en el blog de CreativaCanaria, lo recupero aquí y se lo dedico a mi recién doctorada amiga Laura, que de bichitos extremófilos sabe un rato. 😉

Mirar al cielo

Por las tardes es cuando más me acuerdo de ti… y de ella.

Recuerdo el brillo incandescente que te rodeaba. Refulgías allá donde mirara, incluso cuando cerraba los ojos podía verte… Recuerdo las horas que pasé pensando en ti, intentando desentrañar tus misterios, analizándote. ¿Eras una estrella?¿Tal vez dos? Estabas demasiado lejos para saberlo, y en eso centraba mi trabajo, en intentar descubrir qué eras, cómo te movías, por qué te comportabas como lo hacías… Igual que con ella. Por las tardes, cuando levanto la vista de mi portátil y miro cómo anochece cuando aún debería ser de día, me pregunto qué habría sido de nosotros si hubiese podido quedarme. Y te veo bailar. Me sonríes. Y me despierto, amodorrado, con las marcas del teclado sobre la cara y mil mmmmmmmm y espacios infinitos en la hoja de texto…

No pudo ser.

Tú no hablas sueco y yo no conseguí trabajo… Un astrofísico sin perspectivas, sin un proyecto que desmarañar… es como un jardín sin flores: algo triste. Podríamos haberlo intentado, pero… no sé. Arrancarte del lugar en el que eras feliz, pese a todo, era pedirte demasiado. Así que, con mis casi 37, acepté un trabajo en otro campo de estudio y dejé atrás mi estrella, mi luz… y mi corazón.

Sé que es una historia como otra cualquiera. No es que me guste dramatizar. Me gustaría volver, pero lo único que me ofrecían era un contrato por el salario mínimo para vender libros a domicilio… y yo para eso no valgo. Porque para eso hay que valer. No creas que no me lo planteé. Pero me habría ido apagando como una enana blanca… y te habrías sentido culpable. Y los dos nos habríamos acabado distanciando.

Decía Manolo García que «Cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana». Y yo no quería eso para nosotros. Porque tú eres muy feliz con los peques de tu guardería. Aunque no sepas si el año que viene vas a seguir allí, es lo que te gusta.

Joder, Carmen, estoy roto por dentro y ni la llegada del verano va a arreglar este desbarajuste que llevo en el alma. Solo hay una cosa que me alivia. Y es levantar la vista hacia la zona del cielo en la que sé que está mi estrella (¿o serán dos?) y pensar que nada es inmutable, que a lo mejor esto se arregla. Que cuando haya elecciones esto cambiará y volveremos a estar juntos. Que tantos años de estudio no pueden quedarse en Suecia. Que mis padres me echan de menos, que tú quieres tus propios niños y que yo no aguanto este frío… Y que algún día podré hacer algo más que llorar y mirar al cielo…

La nave espacial

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán… No, no… Un momento. ¿Existirán? ¿Pero no dicen que el Espacio y el Tiempo son uno solo? ¿Que se crearon a la vez y son inseparables? Por tanto, si algún día dejase de existir el espacio (ese horrible espacio que nos separa y nos enfrenta), si algún día dejase de existir el espacio… el tiempo también desaparecería, ¿no?…

Es tan difícil imaginar un Universo sin tiempo…. Y aún más complicado imaginar la ausencia de espacio. Pero puesto que nos movemos en el campo misterioso y voluble de los cuentos, dejemos que sea la fantasía la que nos lleve por este inextricable camino.

Continuar leyendo «La nave espacial»

Érase una vez que se era, insisto, sin más (que las elucubraciones nos llevarían mil cuentos o a saber), una nave espacial que quería regresar a su planeta. Navegaba ella sola por el espacio interestelar con todos sus sistemas activados y funcionando correctamente. Tenía un listado de misiones que cumplir, aunque con toda la instrumentación de la que disponía la cosa era relativamente sencilla. Estaba un poco aburrida y el tedio la tenía algo existencial… demasiados libros digitales sobre filosofía de la ciencia y pocos de ciencia ficción.

Para compensar, a veces, nuestra nave veía alguna de esas películas catastróficas del espacio en las que un ser extraño, procedente de otra civilización (alienígena, la llamaban ellos, que es una palabra del inglés que significa “extranjero”, aunque no sabemos explicar muy bien qué es eso de “extranjero”…), alteraba la paz de los que habitaban la nave y todo acababa en destrucción poco menos que estilo zombi (otra versión algo más pringosa de invasiones y muerte por doquier)…

Las veía con una colección de sentimientos encontrados, casi por puro masoquismo, porque la verdad es que no le gustaban nada, pero así al menos veía algo de acción, ya que lo más emocionante en el interior de la nave era contemplar cómo se encendían y apagaban algunos pilotitos de colores de los paneles de control… Luego las pesadillas mezclando las luces de los pilotitos con la extinción alienígena eran de espanto, pero eso también aportaba algo nuevo a su día a día.

Efectivamente, la vida era muy aburrida de tranquila que era. En sus mapas del espacio conocido había una larguísima lista de exoplanetas cuya existencia debía ir confirmando de manera observacional (es decir, tenía que ir echando fotos a los planetas). Esa era una de sus misiones. De paso, si veía alguno nuevo que no estuviera en la lista tenía que anotarlo y catalogarlo: que si planeta enano, que si gaseoso, rocoso, que si solitario o asociado a un sistema con una estrella única o binario, planetita, planetazo, planetilla… Los días pasaban despacio para esta pacífica nave de exploración científica.

Hasta que un día vio algo sorprendente. Un sistema planetario parecido al suyo. En su largo periplo (¡Juas! Siempre había querido usar esa palabra pero encaja en tan pocas realidades… Esta es una de ellas: periplo, periplo, periplo…). Pues eso. En su largo periplo esta singular nave había visto multitud de planetas de todo tipo. Y en este sistema, además, en la zona de habitabilidad, había un planeta muy similar al suyo. Era tan maravilloso descubrir una atmósfera de oxígeno, tan hermoso deleitarse con esa azul atmósfera…

Era tan bonito, tan reconfortante, tan mágico… ¡La nave estaba pletórica! Decidió que se acercaría despacio (no mucho, lo suficiente), que miraría discretamente, que lo analizaría… Soñó tanto en los siguientes días, durante su acercamiento, que empezó a temer que, al despertar, el planeta ya no estuviera allí. ¡Ay! Qué ganas de averiguar si se había desarrollado formas de vida como la que le habían construido, tiempo atrás, en un planeta alejado…

Cuando se estaba acercando pudo observar las tormentas, las superficies sólidas y los mares, la variada geografía, la vegetación, los animales… pero no había señales de vida inteligente. Dio vueltas durante varios de los días de este planeta, esperando recibir algún tipo de señal. Pero nada. ¿Sería quizá lo que había estado buscando durante tanto tiempo?

Había leído pocos libros de ciencia ficción, pero un autor famoso ya hablaba de esta posibilidad: colonizar planetas con seres que viajaban congelados o en probetas. Se acordó de un cuento en el que había una especie de cangrejos bajo el mar que desarrollaban una inteligencia que podía poner en peligro a los colonos… Profundizó en los mares, por si se le escapaba algún detalle. No era cuestión de que los cangrejos esos le chafaran el plan. Aunque esta nave no era “colonizadora”, sólo era una misión de búsqueda…

Fotos y más fotos… Y a enviar la información para esperar instrucciones, pues lo que más deseaba era regresar a su planeta. ¿Cómo puede una nave espacial añorar algo? Pues sí, sentía añoranza. En un momento dado se dio cuenta de que había perdido la cuenta (valga la redundancia) del tiempo que llevaba fuera… es decir, lo tenía todo absolutamente anotado, pero no se había parado a pensar en el significado de este Tiempo…

Esperó una respuesta desde su planeta, con el que no se comunicaba desde… ¿desde cuándo? “Ay, mi madre… qué lío tengo”, pensó la nave. De repente, se vio asaltada por una enorme duda. No podía creer lo que se le acababa de ocurrir. Miró en sus mapas… ¿había dado una enorme vuelta para regresar al mismo punto de partida? No… Porque entonces… ese debía ser… ¡su planeta! ¡Su precioso planeta azul! Pero…

Tras un enorme sofoco decidió aclarar lo antes posible tanta confusión. Miró su reloj, que era el reloj que marcaba su propio tiempo y, por otro lado, analizó la geología del planeta y el estado del propio sistema planetario, analizó la estrella central, y llegó a una posible conclusión: ¿y si en algún momento había saltado a un universo paralelo? ¿Estaba frente a su planeta? Pero… en este no había seres inteligentes. Numerosas especies animales saltaban a sus anchas, depredándose y reproduciéndose. ¿Era su hogar?

Números, más números y datos, órbitas, corrientes interestelares, vientos estelares… recalculando… ¡Ufffffff! Definitivamente, aquel no era su planeta. Había tenido un fallo de cálculo, nada más… Respiró tranquila y reemprendió la marcha. Anotó los datos en la ficha número 162.963.571.298:

Planeta: rocoso

Atmósfera: Oxígeno y Nitrógeno

Nombre: …

Aquí dudó… encendió los sistemas de captación de datos y anotó lo que encontró en las redes de comunicación del planeta:

Nombre: Tierra.

Vida inteligente: No

Y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán… No, no… Un momento. ¿Existirán? … ¿Ya estamos otra vez? Dejémoslo ahí. Todo sea por la vida inteligente. Aunque la definición de inteligencia aún está por definir del todo… ¿no creen?

Publicado el 10 de julio en el blog de CreativaCanaria.com

Mit

Mit: Microcebus mittermeieri. Créditos: Mark Thiessen/National Geographic Society. Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un ratón lémur que tuvo que luchar contra una de las peores plagas: el olvido.

Anciano ya, hemos ido a entrevistar a este preciosísimo animal a su isla, a Madagascar, donde le hemos encontrado, como buen primate (sí, primate), colgando de las ramas. Llegamos al atardecer a la zona donde nos hemos citado con él, en la reserva Sur de Anjanaharibe.

Al parecer los lémures colonizaron la isla hace millones de años haciendo rafting… y el que quiera saber más que lea (qué divertido es esto de picar la curiosidad… aunque ahora nos pica otra cosa, que parece que hay algún piojillo de lémur que se ha escapado fuera de su sitio).

Encontramos a Mit dormitando (aunque como sigan talando árboles vemos a Mit dormitando en lo alto de una lavadora… ayyyy, qué complicado…). Este cuento, querido lector, es más una entrevista que un cuento, así que no esperes mucho romanticismo hoy que la cosa no está muy fina. Y es que con tanto traqueteo internacional, hasta los seres más apartados, como puede ser este espécimen de ratón Lémur, se sienten absorbidos por los movimientos sociales de reivindicación (más si tenemos en cuenta que la situación política de Madagascar no es precisamente estable). Continuar leyendo «Mit»

Volviendo al meollo, Mit nos habla durante la entrevista de muchas cosas. Empieza bostezando (lo que también es muy común en su especie) y protestando porque considera que es justo estar “cansado de ser uno de los animales más pequeños del mundo…”. Afirma que ser un diminuto lémur ratón de Madagascar de lo más nocturno le ha ocasionado muchos quebraderos de cabeza. “Me llaman Mit –afirma-. Todo por una historia rocambolesca… Mis padres fueron famosos por salir en una fotito, una de las primeras (imagino) que se le hizo a alguien de nuestra especie. Bueno, en realidad la que sale en la foto es mi madre, medio dormida, con unas ganas de bostezar horrorosas… cosa de familia (sonríe Mit y bosteza perezosamente). Gracias a esa foto conoció a mi padre, que se enamoró de ella al verla en internet (cerca de mi árbol hay un cibercafé), que la buscó hasta debajo de las piedras –cosa nada fácil teniendo en cuenta que vivimos en los árboles- . Y fueron la pareja más mediática del árbol -se ríe animado-.”

“En realidad me bautizaron así porque es el nombre que le han dado a los de nuestra especie… Me explico: nos encontraron unos señores hace unos años y a los de mi familia nos llamaron como un señor, un tal Mittermeier, que había investigado mucho las especies de nuestra isla. ¡Aquí tenemos el 58% de los animales de todo el mundo! -afirma orgulloso-“.

Mit es del género Microcebus, y hasta el momento se han encontrado unas 20 variedades (¡hay unas cien especies diferentes de lémures!). “Hablamos malgache y solo vivimos en Madagascar… eso es porque nuestra isla se separó de África y, al parecer, llegamos aquí antes que los hombres subidos sobre ramas o plantas (eso que llaman rafting)… no tuvimos habitantes humanos hasta muy tarde. Luego llegaron desde Asia y desde África y la cosa se fastidió un poco, pero bueno… aquí estamos. Somos los primates más chiquititos del mundo mundial, un fastidio para reivindicar tus derechos, pero una ventaja cuando lo que quieres es que te dejen en paz porque, desde un punto de vista alimenticio, lo que es servir, no servimos ni de tapa (Mit se ríe y agita sus diminutos dedos al aire). Mi madre recuerda que Mireia Mayor, su ‘descubridora’ (que ya son egocéntricos los humanos, ¡como si no hubiésemos existido antes!), se emocionó mucho al verla y que, al cogerla, dijo: “Ayyyy, qué deditos más pequeñitos”… pa darle dos yoyas. Bueno. Me parece que voy a seguir durmiendo… ¡Ah! Por cierto… Esto de la entrevista ¿por dónde sale? ¿Por la tele? ¿No? ¿En una página web? Vale… No olvide promocionarnos bien, que no se olviden de nosotros. Me han dicho que hay una misteriosa enfermedad que narran los cuentos, una plaga maldita, un virus inerte y voraz que todo lo arrasa… lo llaman olvido y nadie puede nada contra él. Por eso les concedí esta entrevista. No se trata de modas.
Es que no queremos que nos olviden.”

Y es que érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un ratón lémur que tuvo que luchar contra una de las peores plagas: el olvido.