Mit

Mit: Microcebus mittermeieri. Créditos: Mark Thiessen/National Geographic Society. Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un ratón lémur que tuvo que luchar contra una de las peores plagas: el olvido.

Anciano ya, hemos ido a entrevistar a este preciosísimo animal a su isla, a Madagascar, donde le hemos encontrado, como buen primate (sí, primate), colgando de las ramas. Llegamos al atardecer a la zona donde nos hemos citado con él, en la reserva Sur de Anjanaharibe.

Al parecer los lémures colonizaron la isla hace millones de años haciendo rafting… y el que quiera saber más que lea (qué divertido es esto de picar la curiosidad… aunque ahora nos pica otra cosa, que parece que hay algún piojillo de lémur que se ha escapado fuera de su sitio).

Encontramos a Mit dormitando (aunque como sigan talando árboles vemos a Mit dormitando en lo alto de una lavadora… ayyyy, qué complicado…). Este cuento, querido lector, es más una entrevista que un cuento, así que no esperes mucho romanticismo hoy que la cosa no está muy fina. Y es que con tanto traqueteo internacional, hasta los seres más apartados, como puede ser este espécimen de ratón Lémur, se sienten absorbidos por los movimientos sociales de reivindicación (más si tenemos en cuenta que la situación política de Madagascar no es precisamente estable). Continuar leyendo «Mit»

Volviendo al meollo, Mit nos habla durante la entrevista de muchas cosas. Empieza bostezando (lo que también es muy común en su especie) y protestando porque considera que es justo estar “cansado de ser uno de los animales más pequeños del mundo…”. Afirma que ser un diminuto lémur ratón de Madagascar de lo más nocturno le ha ocasionado muchos quebraderos de cabeza. “Me llaman Mit –afirma-. Todo por una historia rocambolesca… Mis padres fueron famosos por salir en una fotito, una de las primeras (imagino) que se le hizo a alguien de nuestra especie. Bueno, en realidad la que sale en la foto es mi madre, medio dormida, con unas ganas de bostezar horrorosas… cosa de familia (sonríe Mit y bosteza perezosamente). Gracias a esa foto conoció a mi padre, que se enamoró de ella al verla en internet (cerca de mi árbol hay un cibercafé), que la buscó hasta debajo de las piedras –cosa nada fácil teniendo en cuenta que vivimos en los árboles- . Y fueron la pareja más mediática del árbol -se ríe animado-.”

“En realidad me bautizaron así porque es el nombre que le han dado a los de nuestra especie… Me explico: nos encontraron unos señores hace unos años y a los de mi familia nos llamaron como un señor, un tal Mittermeier, que había investigado mucho las especies de nuestra isla. ¡Aquí tenemos el 58% de los animales de todo el mundo! -afirma orgulloso-“.

Mit es del género Microcebus, y hasta el momento se han encontrado unas 20 variedades (¡hay unas cien especies diferentes de lémures!). “Hablamos malgache y solo vivimos en Madagascar… eso es porque nuestra isla se separó de África y, al parecer, llegamos aquí antes que los hombres subidos sobre ramas o plantas (eso que llaman rafting)… no tuvimos habitantes humanos hasta muy tarde. Luego llegaron desde Asia y desde África y la cosa se fastidió un poco, pero bueno… aquí estamos. Somos los primates más chiquititos del mundo mundial, un fastidio para reivindicar tus derechos, pero una ventaja cuando lo que quieres es que te dejen en paz porque, desde un punto de vista alimenticio, lo que es servir, no servimos ni de tapa (Mit se ríe y agita sus diminutos dedos al aire). Mi madre recuerda que Mireia Mayor, su ‘descubridora’ (que ya son egocéntricos los humanos, ¡como si no hubiésemos existido antes!), se emocionó mucho al verla y que, al cogerla, dijo: “Ayyyy, qué deditos más pequeñitos”… pa darle dos yoyas. Bueno. Me parece que voy a seguir durmiendo… ¡Ah! Por cierto… Esto de la entrevista ¿por dónde sale? ¿Por la tele? ¿No? ¿En una página web? Vale… No olvide promocionarnos bien, que no se olviden de nosotros. Me han dicho que hay una misteriosa enfermedad que narran los cuentos, una plaga maldita, un virus inerte y voraz que todo lo arrasa… lo llaman olvido y nadie puede nada contra él. Por eso les concedí esta entrevista. No se trata de modas.
Es que no queremos que nos olviden.”

Y es que érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un ratón lémur que tuvo que luchar contra una de las peores plagas: el olvido.

La escritora de cuentos

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos). Era ésta una chica animosa, de grandes ojos y manos ágiles, como pequeñas alas que se deslizaban sobre el teclado acariciando las teclas, que pulsaba, a veces suavemente, a veces con más energía, todo con el fin de que sus pensamientos no quedaran atascados en su mente, con la intención de sacar de su cabeza todas aquellas ideas de lo más profundo de su ser… bueno, ella sabía que salían gracias a las sinapsis de sus conexiones neuronales (porque Punset no paraba de repetirlo). Le gustaba mucho el método científico y deductivo y no dejaba que cualquier charlatán la embaucara con pulseras mágicas o leyendas urbanas. Cuando algo olía mal, por lo general es que era una patraña. Tenía ella un sexto sentido para estas cosas…

Para escribir sus cuentos se documentaba, se inspiraba en la realidad y luego, a veces, inventaba… La realidad es maravillosa, es una magnífica fuente de inspiración. ¿Qué hay más mágico que una gota de lluvia, cuál puede ser su historia, su proveniencia, su composición…? ¿O cómo no investigar sobre las mariquitas para saber cuántas especies hay, o cuáles son sus enemigos naturales? Navegar por las estaciones del año, perderse en el mar, entrar en la que podría ser la “vida” de un electrón o intuir qué piensa el cuerpo cuando el corazón empieza a tener problemas…

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La cantidad de temas era inmensa y ella intentaba escribir historias alegres, pero a veces la inspiración tiene sus propios caminos y surgían historias tristes de guerra entre hombres, situaciones de violencia inusitada, o la visión de cómo se apaga una vela en un tempus fugit sobrecogedor…

Aquel día sus manos decidieron que, como siempre, harían lo que les viniera en gana… porque en realidad no era ella la que escribía: los cuentos se escribían solos, iban desmadejándose de manera propia, nacían de algo que ya estaba ahí. Nuestra escritora de cuentos se sorprendía de cómo los cuentos se escribían de manera totalmente autónoma, utilizándola a ella como mero instrumento. Únicamente tenía que sentarse con la intención de dejarlos nacer. Y ellos llegaban y le susurraban “por ahí vas bien”, o “no, esa no es la historia, vuelve hacia atrás”…

Una vez más, se sentó sin saber qué podía surgir de aquello, y lo primero que le salió fue una especie de introducción, al igual que había hecho con la historia de un enamorado. Llevaba semanas sintiéndose apesadumbrada porque pesaba sobre ella la culpabilidad de no estar ofreciendo cuentos a cascoporro… había tenido tanto trabajo que no había podido dejar que sus dedos se dedicaran a esta pasión por los cuentos. Y tenía miedo de estar desatendiendo al diminuto mundo de las cosas inanimadas. Les pedía perdón. Insistía en que seguía amando los gestos, las maneras, los sonidos de las pequeñas cosas, esos objetos sin voz a los que daba a veces vida.

Y sin darse cuenta empezó a escuchar la voz de las letras, no la de la letra “a”, a la que ya había escuchado una vez (que menuda historia tiene), sino la de todas las letras del teclado con el que escribía. Sin saber cómo, empezaron a contarle una singular sucesión de hechos totalmente inauditos que necesitarían de un cuento o quizá de varios… Y los impulsos eléctricos empezaron a volar.

Cuando quiso darse cuenta, se había dormido sobre el teclado… Tenía que dejar de vivir frente a ese diminuto portátil tan absorbente… Levantó despacio la cabeza, se frotó los ojos, y cuál fue su sorpresa al descubrir algo que ella siempre había sabido: el cuento se había escrito solo. Sonrió, bajó la pantallita del ordenador y decidió que lo leería al día siguiente. Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos).

Un oso indignado

Llevo ya bastantes días aquí, extrañado.

Bueno, eso tampoco es nuevo, porque he visto cada cosa… Aquí siempre hay gente pasando. Muchos se hacen fotos conmigo y con el árbol. A veces hasta se suben para dar algún grito. Se preguntarán si no siento cierto anquilosamiento (véase el juego anquilOSAdo, jeje) en mis patas traseras. Tantísimo tiempo llevo de pie que ya no siento ni padezco. Pero oigan, es lo que tiene ser de piedra y bronce, que no pasan los años por uno.

Desde principios del siglo pasado aquí, “arriñonao” sobre el madroño este que está más soso… Porque yo soy de los que se quedan en la Puerta del Sol, sí señor. Madrid está tan viva que lo único que permanece somos nosotros… hasta ahora. Bueno, cuando las obras, me movieron a la parte que da a la calle del Carmen por un tiempo, pero luego me volvieron a traer a mi sitio. En parte ha sido lo más excitante que me ha pasado en mucho tiempo, porque cambié de perspectiva. Eso y las Nocheviejas, claro (y que conste que las uvas no son lo mío).

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A eso, por supuesto, hay que sumar la que se ha montado aquí en las últimas semanas. Por todas las osas y madroñas, menudo espectáculo. Casetas y casetas, consignas y consignas, carteles y carteles… y porque no veo la tele, que si no me hubiese enterado de que están haciendo lo mismo en un montón de sitios más… (aunque también he oído que la tele no está muy por la labor de darle publicidad al asunto).

Yo, cuando era oso (porque yo fui oso, señores, y no digo que esté disecao, no, pero déjenle a esta escultura el gusto de soñar) corría libre y no molestaba más que a algún panal y a algún animalejo que se dejara cazar. Alguna vez di algún susto (que ser animal suave y peludo no es ser un santo, ni mucho menos), pero poco más. No fui famoso, ni cinematográfico, ni nada, pero era un señor oso.

Con el paso del tiempo, pese a no haber perdido el cargo de oso, creo que sí he perdido el de señor. No es que lo añore, no, pero a uno le daba una sensación de respeto, porque a todo el mundo se le decía por igual, “señor” o “señora”, lo que fuera… Fuera donde fuera me decía “buenos días, señor oso”. ¿Que iba al banco a hacer un ingreso? “Buenos días, señor oso”. ¿Que entraba a una tienda a comprar chacina? “Buenos días, señor oso”. El otro día me contaba mi prima –he aprendido a activar el manos libres, que antes tenía que andar sujetando el árbol con la frente- que entró a un banco y le dijeron “qué quieres”… y otro día, a su marido, le dijeron en la oficina del ayuntamiento “cómo te llamas”…

Pero bueno… es un signo inequívoco de falta de respeto a los kilos de pelo que llevamos encima. Si ya nos tutean impunemente por ser diferentes, ¿qué será lo siguiente? Yo se lo diré: lo siguiente es que nos esquilen y encima demos las gracias. Hay gente pa tó… Y ya les digo que no me importa que me tuteen, qué va. Lo que me molesta es que me traten como a un mindundi, que me ninguneen, que me manipulen, que me miren por encima del hombro (que miren que es difícil), y que me obliguen a rellenar mil papeles (porque no se crean que la ocupación de vía pública es gratuita, y más siendo especie protegida).

Total, que me parece que todas estas protestas son por algo. Yo, a mi manera, también protesto. Porque si creen ustedes que estoy abrazando el madroño para comerme sus frutos, se equivocan. Mingote tenía razón: me estoy agarrando al árbol para que no lo corten. Cada uno se indigna por lo que le toca, ¿no? No me toquen los madroños… a ver si alguien nos escucha.

El grifo

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que, algún día, alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le había aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato.

Porque una cosa es abrir un grifo y usar el agua que corre firme y decidida, y otra muy distinta es no cerrarlo con la suficiente fuerza o dejar que un huequito traicionero deje escapar el preciado líquido o que el tiempo haga que esa gota siga cayendo, incondicional, porque nadie puede nada contra la gravedad.

Arturo, nuestro grifo (¡no tienen por qué llamarse todos Roca o Grohe!), era de esos antiguos grifos de una sola llave. Vivía en un lavadero antiguo, de un mármol marrón veteado de blanco muy elegante (el lavadero, Curro, era muy buena gente, aunque un poco reservado). Estaba en un lugar un tanto extraño, ya que se encontraba pegado a la entrada de la casa, una casita baja de una planta en mitad del campo. Junto al lavadero había una enorme ventana, de manera que Arturo, situado entre la puerta y la ventana, veía todo el interior de la casa y, al abrirlo, disfrutaba de las vistas a las verdes extensiones.

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A veces se pasaba horas contándole a Curro el caminar del caballo, el vuelo de los pájaros, los cambios de estación… Lo que más le gustaba a Curro era escuchar cómo Arturo le contaba, de un día para otro, cómo salían las flores de colores en la campiña. Lo que Curro no sabía es que Arturo se lo inventaba casi todo porque, al estar cerrado, Arturo no podía mirar a través del cristal. Sólo cuando lo abrían podía ver el valle.

La casa había sido reformada y, nada más entrar, a la izquierda, podía verse la enorme cocina, y a la derecha estaba la sala de estar. Era un espacio sin paredes, diáfano. Al otro lado estaban las habitaciones donde se oía corretear a los niños y al perro. Al hacer las obras de renovación, los dueños habían dejado el lavadero, como adornando la entrada, porque era muy antiguo, y eso a Curro le pareció un reconocimiento inmerecido. “Ya ves, decía, un vulgar lavadero en la entrada de una casa tan bonita”. “De vulgar nada, le respondía Arturo algo indignado, que tú tienes mucho camino andado y sabes más que ninguna de estas losetas, y a ellas también las han dejado”. Curro sonreía (ay, si las losetas hablaran…). Y los dueños ni pensaron en quitar el grifo… ya puestos…

Arturo y Curro presenciaron cómo se desmantelaba la casa. Fue muy doloroso estar presentes cuando desmontaban la cocina de leña, pero afortunadamente la conservaron, instalándola en mitad del salón comedor, presidiendo el hogar. Era de hierro forjado, negra y brillante, y la trataban como si fuera una obra de arte. Tal vez Arturo estuviese secretamente enamorado de esa preciosa cocina de leña…

Otro momento complicado fue cuando instalaron el nuevo fregadero. El flamante grifo nuevo era de última tecnología. Lo más moderno que habían visto nunca. Aunque Arturo pensaba que tanto no habían evolucionado. La cocina sí que era un prodigio, pero un grifo… pfff. Lo abres, sale agua. Lo cierras, deja de salir agua. Y ya está. Pero cómo brillaba ese grifo nuevo… ¡cómo se alargaba su extensor! Qué maravilla… y no goteaba. ¡Y sus juntas tenían cinta de teflón!

“¡Atchís!”, estornudaba a veces Arturo cuando había corriente entre la puerta y la ventana. “Salud”, le decía Curro, que nunca se resfriaba. El agua de la zona era muy dura y hacía tiempo que el cáñamo usado como junta se había ido deshilachando. Igual si le ponían a Arturo una junta de goma dejaba de gotear… Bueno, era una molestia, pero no era lo más grave.

Los días pasaban tranquilos desde las reformas. Antes había vivido días muy duros. Sobre todo cuando, tras los bombardeos, la casa había quedado abandonada durante años… el tedio era insoportable. Una explosión había destruido parte de las cañerías y Arturo se había quedado seco. Nada. Ni gota. Y el desagüe de Curro se convirtió en un nido de ratones de campo. A Curro le hacían muchas cosquillas cuando asomaban el hocico, y Arturo estaba todo el rato intentando espantarlos, pero los muy listillos hacían lo que les venía en gana. Menos mal que no tenían nada que roer… bueno, a Arturo le comieron algunos hilillos de cáñamo que le sobresalían de la última vez que el antiguo dueño de la casa lo había reparado, pero poco más. Lo bueno de esa época es que Arturo podía girar hacia el lado que quisiera. Como ni se abría ni se cerraba, podía pasarse horas (esta vez de verdad) mirando a través de las ventanas. Sin embargo, los cristales se fueron ensuciando con las lluvias y el barro y al final no podía contarle mucho a Curro sobre lo que se veía al otro lado…

Pues ahí andaban, con los ratoncillos a sus anchas por las tuberías rotas y con las ventanas sucias cuando un día entró alguien corriendo, cerró la puerta y se quedó respirando rápido, apoyado sobre la puerta, de espaldas, mirando para todos lados igualito que los ratones…

“¿Lo recuerdas, Arturo? Era un niño de apenas ocho años, sucio, con ropas rotas y que le iban grandes. Estaba tan asustado que sus latidos se habrían oído al otro lado del valle”.

“¿Cómo podría olvidarlo? Era de noche. De puntillas, cuando ya pudo recuperar la respiración, muy despacio, aquel niño fue avanzando hacia el interior de la casa, se acercó a la ventana e intentó mirar por el cristal, justo este de la esquina, pero estaba opaco de suciedad. Mirando a todas partes, agotado, se sentó en un rincón -justo ahí enfrente- buscó en un viejo bolso de tela que llevaba cruzado al pecho, sacó un mendrugo de pan duro, le dio dos mordiscos, lo volvió a guardar en el bolso y, acurrucado contra sí mismo, se durmió. Un mendrugo de pan… Eso era todo lo que llevaba en el bolso”.

“Todo lo que llevaba en el bolso, sí señor -insistió Curro-“. Sus voces se perdieron en el recuerdo de aquella noche, la noche en la que todos, incluidas las losetas del suelo, miraban enternecidos al niño que dormía. Respiraba despacio. Y soñaba. A veces, algo irrumpía en su sueño y un movimiento espasmódico, casi eléctrico, agitaba su cuerpo.

Llegaron ruidos, al principio lejanos, luego cada vez más cerca, ruidos de un motor. El niño estaba tan agotado que no despertó.

De repente, una cara se asomó al sucio cristal desde el exterior.

“No pudimos avisarle, ¿cómo habríamos podido? No pudimos avisarle… Las losetas daban grititos, asustadas. Todos temíamos por el pequeño durmiente que no despertaba…”

“La puerta volvió a abrirse con un enorme golpe que aún hoy hace rechinar sus goznes -contaba Curro-. Sonó un trueno y Arturo pudo ver cómo un rayo de fuego atravesaba el espacio en dirección al pequeño que, sin un solo gemido, se desplomó sobre sí mismo… Fue terrible. Se hizo el silencio… Alguien, un hombre grande con una enorme escopeta entre las manos, entró, ensuciando la entrada de la casa con un tipo de suciedad distinta a la que estábamos acostumbrados. Se paró. Sus enormes botas sucias pisaban a las losetas que callaron asustadas, crujiendo ligeramente. Estaba parado, mirando hacia el niño. Por un momento pareció desconcertado. Permaneció de pie donde estaba. Apoyó el rifle sobre el suelo, sin mover los pies. Sacó un cigarro. Lo encendió. Se iluminó su sucia cara. El humo sucio que salía de su boca inundó la estancia. Se acercó al niño. Le quitó la bolsa de tela, la abrió y buscó…”.

“Sólo encontró un mendrugo de pan duro…” sollozó Arturo.

“Nada más…”. Curro siguió contando cómo “el hombre dejó caer la bolsa al suelo y lanzó algo parecido a un grito. Pero no estábamos solos. El hombre grande se quedó quieto, escuchando. Su disparo había sido oído por alguien más que por la casa. Pareció temer por su vida. Oyó voces de gente buscando algo. Salió a escondidas, sin ser visto, rozándonos con su suciedad… Un rato después, cuando las voces que llamaban a alguien eran ya nítidas, más gente entró a la casa al ver la puerta abierta. Entonces encontraron al niño, desangrándose… Y se lo llevaron…”.

“Al día siguiente -continuó Curro- el hombre sucio regresó silencioso. Qué desagradable fue volver a verlo… Quiso lavarse las manos pero no teníamos agua. Se ausentó y volvió poco después con unas herramientas… y arregló la tubería. Abrió la llave de paso. Y Arturo lloró agua. Yo sentí cómo los ratoncillos huían despavoridos…”.

Arturo sonreía triste, mientras recordaba. “Pasé mucho miedo, no podía parar de temblar… Abriéndome y cerrándome varias veces, el hombre comprobó que ya salía agua y se secó con un trapo sucio que llevaba en el bolsillo. Luego se giró y se quedó un rato mirando hacia la bolsa de tela, que había quedado en el suelo, y la mancha de sangre que había dejado el cuerpecito del niño en el rincón… El hombre se volvió de nuevo hacia nosotros, se inclinó y empezó a lavarse la cara. Sentimos su aliento. Se frotaba muy fuerte, casi haciéndose daño… Un rato después levantó la cara enrojecida, que goteaba. Cerró el grifo. Se apoyó sobre el fregadero y miró el sucio cristal… bajó la cabeza, mientras su cara seguía goteando. Luego miró de nuevo hacia el cristal y movió su mano hacia él, haciendo algunos gestos… En aquel momento no supe qué hacía, y ya no podía girar a mis anchas…”.

“Aún me hago muchas preguntas, Arturo… el agua que caía por el desagüe sabía a sal”.

Cuando se hubo aseado, simplemente, el hombre grande y sucio cogió la bolsa de tela del suelo y se marchó… Nunca volvieron a verle.

Muchos años después, cuando la mancha de sangre ya casi no se distinguía de todo lo demás por la suciedad acumulada, cuando los desvencijados muros parecían darse por vencidos, alguien llegó a la casa y le devolvió la vida. Un joven de unos 30 años en silla de ruedas acompañado por una hermosa joven y un pequeño de apenas unos meses. Ellos solos iniciaron los trabajos de restauración de la casa. El joven era muy resuelto. La silla de ruedas no era un impedimento para él. Al contrario. Se servía de ella con fuerza y energía.

Un día, el joven se acercó al fregadero, perplejo, mirando hacia la ventana. Había algo escrito. Puso cara de extrañeza… se acercó más. Su cara cambió. Pareció entender. Y se retiró, rodando su silla entristecido, hacia el interior de la casa. Luego llegó la joven… Miró el cristal, se llevó las manos a la boca conteniendo el aire… y lloró. Cogió su trapo, abrió el grifo. Justo el tiempo suficiente para que Arturo pudiera leer: “Niño del pan: Perdóname”.

La joven limpió la ventana. Se apoyó sobre el fregadero. Respiró hondo. Y se fue a seguir trabajando. Hoy Arturo y Curro siguen con sus achaques, debidos a la edad. En el fregadero han puesto una macetita de albahaca que se riega con la gota que pierde este grifo viejo.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que algún día alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le había aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato. Ahora el olor a albahaca inunda la casa.

La maldición

Hacía un frío que pelaba en Madrid. Salí del aeropuerto arrastrando mi maleta con ruedas y me lo pensé dos veces antes de coger un taxi. Siempre cogía el metro. Pero eran las 11:30 de la noche y al día siguiente había que madrugar. Como excepción, me subí a ese taxi. Se me había olvidado por qué me gusta tanto el metro hasta que nos adentramos en la ciudad y empecé a ver los edificios de diez plantas marcados por la luz, definidos contra la noche como fondo, llenos de vida, llenos de historias, aparentemente fríos, mecánicos, geométricos.

Y, con esa visión golpeando mi retina, empecé a divisar una historia, dentro de otra historia, dentro de una de esas habitaciones iluminadas que, de repente, apagó su luz e inició un viaje por cuentofilia…

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Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un alguien cansado y dubitativo. Energético y alegre. Sonriente y nervioso. Un alguien siempre alerta y siempre dormido. Un alguien especial para alguien más. Un alguien que gozaba de las pequeñas cosas y veía el mundo a través de unas rendijas. Un alguien dulce, suave y delicado. Un alguien fuerte y enamoradizo.

Lucas se despertaba cada mañana y, por el rabillo del ojo, veía cómo María se levantaba y, torpe, se quitaba el pijama, atravesaba el pasillo de lado a lado medio dormida, se iba a la ducha, traía el desayuno a la mesa de la habitación, miraba el ordenador, se vestía, se lavaba los dientes, se despedía tiernamente, no sin antes dejarlo todo listo, y se marchaba.

Así de lunes a viernes.

Los fines de semana dormía más.

A Lucas le gustaba verla dormir. La miraba durante la noche, mientras ella dormía y él hacía sus cosas y se preparaba, mientras recogía, mientras comía… Ambos tenían los horarios cambiados y se veían poco, pero cuando se veían era precioso. A veces pensaba que ese momento luminoso se parecía al de esa película en la que los amantes vivían una maldición y no podían verse bajo forma humana, pues él se convertía en lobo de noche y ella en halcón durante el día… La habían visto juntos alguna vez en la tele de la habitación. Lucas recordaba las lágrimas de emoción que ella había derramado al ver a los amantes unidos… era tan bonita. Si María supiera…

A Lucas también le gustaba mucho dormir. Pero dormía de día porque desarrollaba la mayor parte de su actividad durante la noche. Había tantas cosas que hacer y en tan poco espacio, en tan poco tiempo, que no podía permitirse ni una sola distracción. Pararse era pensar. Y pensar era cobrar consciencia de su situación, de su realidad… Estar triste era un lujo que no podía permitirse. Por él y por María.

Pero ya llevaba varios años intentando arreglarlo. Lo había probado de todas las maneras posibles y ninguna había funcionado. Se sentía como una rana a la que nadie quiere besar. Sabía que en algún momento algo rompería su maldición particular. Pero , ¿cómo podría sacar el príncipe azul que llevaba dentro si nadie le echaba un cable?

Aquel día Lucas no pudo evitarlo. Se sintió cansado y dubitativo. Triste, no podía evitar ver el mundo a través de unas rendijas… Se tumbó de lado, como solía hacer. Pronto llegaría la luz. Y su turno para dormir. Y sentiría que ella despertaba. Y la notaría más cerca que nunca. Se fue durmiendo, muy despacio, mirando el mundo a través de las rendijas de luz que dejaban pasar sus ojos.

Así fue como Lucas se marchó.

A la mañana siguiente María se levantó y, torpe, se quitó el pijama, atravesó el pasillo de lado a lado medio dormida, se metió en la ducha, llevó el desayuno a la mesa de la habitación, miró el ordenador, se vistió, se lavó los dientes y, como cada mañana, fue a cambiarle la jaula a Lucas.

Pero esa mañana Lucas no se movía. María se extrañó un poco al notar que ni siquiera le hizo caso al trocito de manzana que le había puesto la mañana anterior. No…

Hubo un momento en que el tiempo se frenó.

Un momento en que María sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos.

Un ahogo desde lo más profundo.

Y unas lágrimas tenaces e irrefrenables.

María tenía diecinueve años y hacía cuatro que le habían regalado a Lucas.

Probablemente le había llegado la hora. Probablemente, para ser un hámster, había vivido una vida plena y llena de comodidades. Probablemente.

Y sin embargo, María lo había visto siempre tan energético y alegre, tan sonriente y alerta, tan capaz de gozar de las pequeñas cosas, tan dulce, suave y delicado. Tan fuerte y enamoradizo…. Que incluso llegó a pensar en él como en un amigo al que contarle sus cosas. A veces lo sorprendía mirándola fijamente, alzado sobre sus dos patas, como llamándola. Y ella dejaba correr su imaginación y soñaba con amantes separados por malvadas brujas. Tal vez sólo pidiera comida. O tal vez estuviese intentando hacerle saber que, dentro de aquel diminuto ser peludo, había otro ser atrapado que, como en la película, quería salir de aquella jaula, romper una maldición…

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán…

Madrid seguía helada. Dejábamos atrás los edificios altos, fríos e impersonales. Pisos, ventanas, vidas… Sobre el techo de una de las viviendas, en un enorme bloque de pisos, se veía el reflejo de la luz emanada por la televisión. En otro una luz cálida. Una cortina amarilla. Una vela… Se me cerraron los ojos y empecé a pensar en alguien que, de noche, sólo vería esos reflejos desde su pequeño rincón. Alguien como Lucas.

El Silencio

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un despertar en una mañana de un día cualquiera en la que el Silencio placentero se adueñó de todo.

Los pájaros cantaban bajito, respetando el deseo del Silencio de imperar ante todas las cosas. Un Silencio bailarín y alegre que iba haciendo callar con el dedo en los labios a todo lo que se movía.

El viento silbaba bajito, fresco, cerca de las orejas de los conejos salvajes que mordisqueaban bajito los tallos de las hierbas, con las orejitas gachas, para no molestar.

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La hierba, a su vez, oscilaba verde, sonriendo por el impulso casi irrefrenable de lanzarse a gritar «frusss» en cada roce, pero resistiéndose y haciendo un guiño a las hormigas, que también caminaban de puntillas para no hacer ruido.

Las hojas de las palmeras reposaban su peso en equilibrio para no hacer ruido, pues sus puntas puntiagudas rozaban el éter con ganas de pulsarlo como si fueran cuerdas de una guitarra, “glin, glin”.

Aleteaban bajito las aves que se acercaban a beber al agua, cuyas ondas, empujadas por el viento, se deslizaban eternas, rebotando bajito entre sí, “dum dum”, formando círculos en la superficie, círculos que a su vez formaban más círculos, “dum, dum, dum, dum”.

Unas nubes traviesas se alejaban juguetonas porque allí no iban a poder descargar, pues hubiesen hecho demasiado ruido. Un viento que soplaba casi sin soplar se las llevó, retozando entre el algodón de sus formas, mientras se oían sus risas alejándose. Arriba, muy arriba, las alas de los aviones se afinaban para no surcar el aire de forma sonora, sabiendo que era el Silencio quien jugaba el papel de dueño y señor de aquel vasto espacio.

Los rayos de sol calentaban bajito las azoteas de las casas. En algunas había macetas que se susurraban las unas a las otras para no hacer mucho ruido. Las flores se miraban, coquetas. En otras, había tumbonas que reposaban junto con sillas y mesas. Podía verse una que tenía una sombrilla que oscilaba sus alambres bajito, haciendo que la tela de colores que la formaba rozara furtiva, rojo con verde, amarillo con azul… Los niños estaban en el colegio. A veces llegaban lejanas voces, casi ecos que no lograban romper el Silencio.

Las lagartijas, con su ensoñamiento cálido, apoyaban sus dedos blandos sobre las superficies de piedra y no arrastraban las colas, evitando que se oyeran los sinuosos sonidos «rasss rass».

Las arañas que anidan en los huecos de algunos ventanales saltaban bajito para no desafiar al Silencio, “poing, poing”. Incluso los cristales decidieron dejar de crujir con los cambios de temperatura (“crac crac”).

Ella dormía bajito, respirando en sueños, como si, pese a estar dormida, no quisiera alterar ese Silencio.

Dormía en silencio y él la miraba dormir.

En silencio.

Hasta que la besó y el día despertó con sus ojos y su sonrisa de amor en silencio.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un despertar en una mañana de un día cualquiera en la que el Silencio placentero se adueñó de todo.

P.D.: Cuento dedicado a nuestro admirador número 100 de facebook, (él sabe quién es).

El árbol de Navidad

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un árbol de Navidad que se declaró en rebeldía y retó al calendario. Era este árbol uno de esos pequeñitos y desmontables que van metidos en una caja. Sus ramitas, hechas de hojitas de plástico con una alambre en la base, se podían colocar como uno quisiera, según fueran de grandes los adornos que se iban a colgar. Pero eso no era todo, qué va. Este árbol fue el árbol revelación en su momento: tenía un enchufe que salía de su base y lo conectaba a la red eléctrica. Cuando se insertaba la clavija y se activaba un diminuto botón negro hacia el «On»… !Ohhhhh! Los diminutos y transparentes hilos de fibra óptica que lo vertebraban desde su tronco llevaban luz de todos los colores hacia todas sus ramas y hojas. ¡Además cambiaba de color! Podían pasar horas con la luz apagada, mirando cómo las ramas del árbol cambiaban del morado al azul, del azul al verde, del verde al amarillo, del amarillo al anaranjado, del anaranjado al rojo, del rojo al fucsia, del fucsia al morado… Menuda maravilla.

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Lógicamente, el primer año fue el centro de atención de todos los adornos navideños. El segundo año, aunque ya no era novedad, seguía siendo el más mirado. El tercer año pasó sin más aspavientos. Pero el cuarto año notó cierta falta de interés. Pese a que todos sus circuitos seguían en perfecto funcionamiento y permanecía en las vanguardias efectistas, ya no sentía esa chispa cada vez que lo miraban. De hecho, ya casi no lo miraban… Cuando lo estaban metiendo en la cajita, unos días después de reyes, el árbol sintió cierta inquietud y empezó a preocuparse ligeramente por el cariz que estaban tomando las cosas.

Ya tenía el hábito de pasar once meses metido en su caja, a oscuras, en un desván algo triste por lo vacío que estaba. Si al menos hubiese más chismes con los que conversar… Pero aquel año iba a ser diferente. Lamentablemente no salió del desván. «Ya me lo temía», se dijo irritado. «Seguro que habrán salido modelos nuevos y me han sustituido». En realidad ese año los habitantes de la casa no habían pasado la Navidad allí… la habían vendido y como la caja estaba en una esquinita del armario del desván, pues ahí se había quedado. Pasaron unos meses más. Luego, un día, haciendo limpieza, el nuevo propietario del apartamento encontró la caja.

Teo nunca había tenido un árbol de Navidad. Los había visto en las tiendas, en los escaparates y por la tele en multitud de ocasiones, pero nunca había tenido uno. En su casa eran «del portal de Belén». Pero a él siempre le habían fascinado los adornos y las cintas, las bolas de colores, las estrellitas, las guirnaldas regordetas… Tantos colores juntos le parecían mágicos. Así que, al ver el dibujo en la superficie de la caja sintió una enorme curiosidad y decidió sacar el árbol para ver cómo era.

Su primera impresión fue «qué pequeño es»… Y es que nuestro árbol no medía más de 30-35 centímetros de alto. Era un «arbolito». Nada más salir el árbol se sorprendió por la cantidad de luz. Estaban en pleno agosto. Teo lo colocó sobre la mesita en la esquina del salón. Sacó la base (que tenía forma de maceta). Colocó el tronco en el agujero que tenía la «maceta» y, muy despacio, fue separando las ramitas de alambre y dándole un poco de aire a esas hojas que se habían quedado pegadas por el tiempo. A Teo le extrañaron esas cosas como hilos de pescar que salían por todas las hojas. Llamaron por teléfono y Teo tuvo que marcharse corriendo. Y allí se quedó el arbolito, medio montado o medio desmontado, según se mire. Se preguntaba cuánto tardaría Teo en volverlo a meter en su caja. Aquello no parecía más que un ataque de curiosidad. El arbolito pensó que podía ser su última Navidad. Miraba sus hojas y se daba cuenta de que ya no estaba tan lustroso como el primer día… Qué pena. Tal vez acabase en la basura.

Teo regresó cuando casi era de noche. «Menos mal que ha sido un parto rápido, tres cachorros estupendos», decía mientras se quitaba la gorra, encendía la luz del salón y dejaba las llaves en un frutero rarísimo, en el recibidor. Llegó hasta la mesa, miró el árbol, puso los brazos en jarra… y dijo «a ver qué hacemos contigo». Tras elegir algo de Dave Brubeck para escuchar música, se acercó al árbol y siguió colocando sus ramas. Una vez satisfecho con el resultado (las ramas iban recuperando su «esponjosidad» poco a poco) miró el enchufe, curioso. Acercó la mesita a la pared y lo enchufó. No pasaba nada. Vaya. Miró la maceta, le dio un par de vueltas… ahí estaba el interruptor, casi escondido. Empujó el diminuto botón hacia el «on»… Maravillado, apagó la luz del salón para observar la luz que el arbolito proyectaba sobre todos los objetos de la casa…

Teo lo supo. Y el arbolito también.

Se quedaría allí para siempre.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un árbol de Navidad que se declaró en rebeldía y retó al calendario… con la ayuda de Teo, claro.

El beso

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un beso, perdido en unos labios, que quería salir al aire y vibrar con la intensidad que otorgan la pasión y el deseo.

Quería ser este un beso dulce y prolongado, de esos que se hacen eternos y paran el tiempo, haciendo que nada de lo que hay alrededor sea más importante que ese instante, haciendo que sólo exista ese momento embriagador y certero.

No quería morir en una mejilla desconocida, en la superficie lejana de unos labios distantes, o perdido en el viento.

Quería ser «el beso». Continuar leyendo «El beso»

Quería ser esa leyenda que cuentan los besos que no se dan y que habla de momentos mágicos, de ese segundo preciso que cambia los destinos, de la unión mágica de dos esencias que se revuelven por dentro, enlazadas con un ritmo innato que todo lo danza…

Este beso aún  no nacido no quería deshacerse en un falso beso, en un roce superficial, en un error, en un arrepentimiento… porque hay besos arrepentidos, tristes besos con sabor a lágrima, fríos besos de rencor, amargos besos de venganza, lastimeros besos de despedida, besos de soledad, besos de desesperación y miles de besos sin sentido.

Tampoco quería caer en el saco de los besos vulgares sin significado, sin amor.

Luchaba, reservando su turno, para ser ese beso definitivo y auténtico, dejando pasar todo aquello que pareciese una oportunidad secundaria, dando prioridad al momento verdadero que, estaba seguro, debía llegar algún día.

Durante años esperó, alojado en los rincones donde duermen las entregas más hermosas, los sueños más prometedores, las sonrisas más francas, los deseos más puros, las miradas más dulces, esperando que alguno de ellos le diese la señal que estaba esperando.

Y un día la sonrisa más franca, nacida de los sueños más prometedores, hermana de la mirada más dulce, abrió la puerta a los deseos más puros, a la entrega más hermosa, acariciando a su paso una boca temblorosa que sentía los ritmos acompasados de los latidos del corazón, acelerado por la emoción.

Los labios se entreabrieron, el beso salió exhalado con un suspiro entrecortado…

“…y fue como si el mundo entero se hubiese quedado sin aliento… Un parto difícil, pero ya estás aquí… Mi preciosa flor de otoño”.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un beso, perdido en unos labios, que quería salir al aire y vibrar con la intensidad que otorgan la pasión y el deseo. Y, sorprendido, el beso conoció el amor verdadero… y sólo fue el principio.

La esencia

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una esencia tan antigua como el tiempo que quiso descubrir el significado de la muerte.

Era esta una esencia dulce, penetrante, pero a la vez suave y llevadera, nada posesiva. A veces, parecía que se perdía y, quien la buscaba, cerraba los ojos y aspiraba profundamente para recuperarla de ese aire volátil que bailaba en todas direcciones.

La esencia nunca había salido de su pedazo de campiña, de la que se alimentaba diariamente. En invierno, penetraba en la tierra, huidiza, húmeda, vistiéndose, gracias al verdor del campo, de notas de frescor incomparables. En verano, tórrida entre las hierbas resquebrajadas, se escondía entre las piedras, a la sombra de algunas hojas secas, para conservar crujientes notas de viveza. El otoño era un renacer de los sentidos, con el anuncio del frío invernal y sus noches de rocío danzarinas cantando la llegada de las tardes anaranjadas en el horizonte. Pero, sin duda, la reina de las estaciones era la primavera. Continuar leyendo «La esencia»

Las flores se disputaban la atención de la esencia, presumidas, con sus colores, sus olores y sus formas, en un alarde de belleza infinita, tan infinita como su sencillez, como su significado efímero, terrenal y a la vez paradisíaco.

Esta esencia veía pasar los días alegre, rescatando aromas de toda su campiña, bailando al son del viento, dejándose llevar siempre por su inmensa paz interior, la que la naturaleza le otorgaba por su calidad de esencia.

¿A qué puede temer una esencia, etérea, sin cuerpo, desposeída de preguntas y miedos?

¿A qué puede temer una esencia que se realimenta constantemente y que vive en plenitud consigo misma?

¿A qué puede temer…?

Y así, una noche tormentosa en que se refugiaba confiada bajo unas hojas de higuera, la esencia cayó en un sopor parecido al sueño, un sopor en el que vio cosas increíbles y desconocidas por ella hasta el momento.

La esencia siempre se había preguntado adónde iban las hojas cuando se secaban, adónde las flores cuando se marchitaban. Adónde fue el anciano roble cuando, viejo y cansado tras luchar durante años contra los devastadores efectos de un rayo abrasador, se dejó vencer por el sueño y desapareció, lenta, pero inexorablemente, fundiéndose en la tierra en la que se adentraban sus raíces. A veces pensaba en eso, pero no le daba demasiada importancia… las cosas habían sido así desde siempre. Árboles, hierbas, flores, hojas, ramas, animalillos… todos llegaban y, al tiempo, se marchaban. Algunos permanecían más tiempo, como el roble, y otros se marchaban pronto, como algunos insectos que vivían tan sólo un día.

En su sueño, la esencia, que nunca había sentido curiosidad hasta ese momento, se vio a sí misma como un diminuto brote en un tallo del viejo roble. De un intenso verde de indescriptible brillo, el joven tallo deseaba con todas sus fuerzas crecer hacia la luz de la primavera. La esencia sintió en su sueño cómo la forma del tallo, de un nuevo olor a vida, se estiraba y retorcía, alimentada en sus venas por la sabia savia del viejo roble, feliz al sentir la fuerza de la juventud en sus ramas. El tallo creció como hoja, y de su base, nacieron nuevos tallos, enérgicos, poderosos, delicados y hermosos como el mejor regalo de la tierra.

Aquel tallo se convirtió en rama. La esencia era ahora una hoja expuesta al sol, bebiendo de la luz del sol de verano para transformarlo en vida. Calor. Un intenso calor placentero. Nunca se había sentido tan expuesta al calor… Las noches eran refrescantes, relajadas, de ensueño…frondosa y llevadera, la esencia que soñaba que era una hoja, miraba a su alrededor y se sentía plena.

Luego, extrañada, notó que había cambios alrededor… llegaba el otoño y la hora de dejar al roble, pues cada día se hacía más difícil la supervivencia. El suelo seco no dejaba absorber los nutrientes de la tierra, las raíces sufrían demasiado por tener que alimentar a tantas hojas… otro ciclo de la vida del roble llegaba a su fin. Pero no había tristeza.

La caída de las hojas era toda una fiesta: cuando llegaba el momento, se oía un pequeño «clic» en la base de la hoja, y ésta caía en un vuelo libre, con una risa de felicidad que no podía compararse con ninguna otra risa. Miles de diminutas voces en plena risotada se mezclaban, pues las hojas iban cayendo, una tras otra, en una lluvia, en cascada, alteradas como niños en una fiesta…

La esencia sintió que le llegaba el turno. «Clic» y… flotaba de un lado a otro, notando la leve resistencia del aire bajo su cuerpo de hoja, sintiendo que iniciaba un nuevo viaje… Al final, cayó al suelo, suavemente, depositándose sobre otras hojas que habían caído antes que ella. Sintió una especie de sopor tranquilizador, un cansancio que la invitaba a dormir en un merecido sueño reparador, después de tanto esfuerzo por hacer que el roble, un año más, completara su ciclo.

Si darse cuenta, en su sueño, la esencia sintió cómo las hojas se fundían junto con la tierra, en un proceso que las hacía desaparecer para aparecer de nuevo en otras formas, en otros elementos, en otros bailes y en otras risas… se fundían con la tierra y eran de nuevo absorbidas por las raíces, corriendo frenéticas por las venas del roble, en veloces carreteras de vida, en savia desbordada, hasta llegar, misteriosamente, de nuevo, a aquel diminuto brote verde intenso que nacía en primavera…

La esencia despertó de su letargo.

La tormenta había pasado.

Las gotas cristalinas hacían de lupa sobre algunas hojas.

Amanecía. La vida se iluminaba como estallando en sensaciones. La esencia ya sabía algo más, en el paréntesis de ese sueño, incrustado en su tránsito eterno, había descubierto lo que tanto le intrigaba.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una esencia tan antigua como el tiempo que quiso descubrir el significado de la muerte, que no es más que el de la propia vida…

Un corazon (con acento en la o)

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un corazón cansado que latía con dificultad. Era este un corazón animoso y joven, cargado de ilusiones y esperanzas pero que, por algún motivo, en los últimos días, notaba su vigor aminorado y sus fuerzas reducidas.

Miraba extrañado a su alrededor, contemplando las venas y arterias que de él salían dirigiéndose al resto del cuerpo, divisando a ambos lados a los pulmones que le miraban con cara de preocupación, intentando esforzarse más para que no faltara el oxígeno, asomándose a la izquierda del esternón para poder ver el resto de órganos, más abajo, tocando al compás de su latido para trabajar como uno sólo… Siempre había ido todo bien, pero hoy se sentía extrañamente cansado.

Ventrículos, aurículas, tabique, válvulas (pulmonar, aórtica y mitral), aorta, «venas cavas»… El corazón hacía todo lo que podía, pero se sentía fatal. Le preocupaba que Aurora, su anfitriona, su «usuaria», su yo, en definitiva, estuviese sufriendo por su culpa. Notaba cómo ella se llevaba la mano al pecho e intentaba seguir con normalidad, pero se veía obligada a sentarse debido a la repentina fatiga.

Algo iba mal. Continuar leyendo «Un corazon (con acento en la o)»

Un par de días después del inicio del problema, el corazón oyó unas voces hablando con Aurora. Menos mal que había ido al médico en seguida. Los oídos prestaron atención y encendieron los altavoces internos para que todos pudieran escuchar lo que decían los doctores. A corazón le fallaba una válvula (anda, -pensó- es verdad, la pobre… Últimamente le cuesta moverse).

Debían operar.

Los cardiólogos le decían a Aurora que su vida corría peligro si no le hacían un trasplante urgente. ¿Trasplante de qué? – pensó aterrado el corazón-. Oh, no… Trasplante de corazón. Es lógico. Estoy enfermo y la vida de Aurora corre peligro… Qué decepción… ¿Cómo puedo fallarle a estas alturas?

El corazón de Aurora, triste, decepcionado, sintiéndose un fracasado, pensó en todo lo que habían vivido juntos, desde que maduró cuando Aurora no era más que un feto, en su tercera semana de formación desde su fecundación, en el cálido útero materno, donde latía más de 140 veces por minuto, ansioso por verla crecer y saber cómo sería su carita. ¡Ay Aurora! ¡Si ni siquiera sabía si ibas a ser niño o niña hasta unas semanas después de conocernos!

Ahora no soy más que un estorbo -se dijo-. Por un momento se sintió abatido. Todos le miraron, apenados… Él, que era la chispa de la fiesta… El pulmón derecho se dirigió al corazón con decisión. Mira, Cori, -le llamaban cariñosamente «Cori»-, las cosas no están en su mejor momento, todos lo sabemos. Pero no te dejaremos tirar la toalla. Ya has oído a los médicos.

Aurora va a necesitar un corazón nuevo. Pero hasta entonces, hasta que le salven la vida, tenemos que aguantar. No puedes venirte abajo ahora. Tienes que resistir. Por todos nosotros…

El corazón de Aurora, henchido de orgullo, aunque con evidentes signos de deterioro, decidió aguantar lo que hiciera falta. Y, ayudado por sus compañeros, empezó su lucha.

Paradójicamente, Aurora tenía ahora que esforzarse por no hacer esfuerzos. Ignoraba el trabajo en equipo que sus órganos desarrollaban, ignoraba incluso que ella era una pieza más de ese trabajo en equipo. Ahora se cuidaba mucho de no hacer nada que pudiera cansarla, tomaba sus medicamentos y procuraba no ponerse nerviosa.

Evidentemente, debido a su miedo a la muerte, los nervios a veces la traicionaban, pero intentaba pensar en cosas hermosas para tranquilizarse y evitarle un mal trago a su corazón, que se aceleraba sobremanera cuando ella se preocupaba demasiado.

Inevitablemente, un par de meses después, todo empeoraba paulatinamente. Corazón estaba casi exhausto. Creía que no aguantaría mucho más, y los pulmones se dieron cuenta de que todo empezaba a encharcarse. El hígado y los pies se estaban hinchando. Tuvieron que ingresar a Aurora para ayudarla. El corazón nuevo no llegaba y Aurora estaba tan cansada…

Cori no podía oír. Ni podía permitirse prestar atención a otra cosa que no fuera aguantar, obligando a su válvula defectuosa a continuar funcionando, dándole y dándose ánimos, empeñados en luchar. Sólo podía pensar en seguir latiendo. Un latido más. Un latido más. Que no sea el último… Uno, dos, tres, cuatro… aurículas, ventrículos, empuja, vamos… otra vez…uno…dos…  uno… dos…

Estaba tumbado cuando, casi dando un impotente adiós, de pronto, vio algo que se abría sobre él. Algo que le enseñaba la luz. La luz de un quirófano. En un último intento, se dijo que debía aguantar, que ya estaba allí su sustituto. Uno, dos, tres, cuatro… ¡otra vez! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡¡Uno, dos tres, cuatro!!

Una incisión en el esternón, hábiles manos redirigen la sangre con unos tubos hacia una máquina que bombea la sangre para que se mantenga oxigenada y siga su circuito durante la operación, para que el resto de los órganos sigan funcionando con normalidad.

Todo listo. Ha llegado el momento. “Me estoy moviendo de mi sitio. Nunca me había movido así…”.

Uno, dos, tres, cuatro…

Uno, dos, tres…

Uno, dos…

¡Uno!

Los médicos extraen el corazón cansado de Aurora. Justo un último latido. Púm pum. Sólo el tiempo necesario para ver cómo ponen en mi lugar a un precioso y sano corazón. Púm pum.

Miro hacia abajo y lo veo. Le guiño un ojo. Púm pum.

Todo irá bien, amigo. Púm pum.

Tiene cara de asustado. Púm pum.

Es normal. Acaba de perder a su «anfitrión». Púm pum.

Pero ahora tiene otro nuevo. Y será bien recibido. Púm pum.

Me ponen en una preciosa bandeja plateada… Mmmmm, qué cómodo estoy… Púm pum.

Ahora puedo descansar tranquilo… Púm… estoy… agotado… pum.

Cuánta luz hay por  aquí… Púm… ¡ahora entiendo que los ojos pidieran a gritos unas gafas de sol! …pum.

Qué cansado estoy… Púm… ya está …pum.

Ya puedo dejar de latir… Púm… qué paz …pum.

…y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, (Púm…) un corazón cansado que latía con dificultad (…pum).