La vela

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una vela sencilla que quiso iluminar al mundo para hacerles ver la belleza más pura, esa que no necesita ser iluminada.

Era esta una vela de cera virgen de abeja, teñida con un tenue color verde, que permanecía en un pequeño vaso de cristal desde que, mucho tiempo atrás, la fabricara una señora en un taller de manualidades.

Aún recordaba cuando, en el momento de su nacimiento, las manos que la crearon mezclaban el tinte con la cera derretida, dejando trazos más intensos en algunas zonas, y cómo, antes de enfriarse, depositaron la cera con la mecha en medio (una de fibra de lino) dentro de aquel vaso de cristal transparente. Continuar leyendo «La vela»

El vaso, que era muy parlanchín, les había contado que, antes de ser vela, había sido vaso de nocilla y que había visto mucho mundo. Tanto la cera de la vela como la mecha, se sabían de memoria todas las historias del vaso. Pero había cosas que el vaso, pese a ser transparente, no podía ver, tal vez porque estaba tan ensimismado en sí mismo (valga la redundancia) que no se daba cuenta. La cera verdosa, junto con la mecha, hablaban de sus cosas a menudo: que si hoy hace más calor y me estoy ablandando, que si hace mucho que no nos encienden, que si mira qué aspecto tan triste tiene esa bombilla, todo el día dando luz, que si esto y que si lo otro…

El vaso de nocilla les contaba que había velas de muchos tipos. Y la cera y la mecha lo sabían, pues en el taller donde la fabricaron vieron a muchas otras velas. Las había hechas de gel, transparentes y que daban mucho juego para meter conchas y flores secas, había velas tradicionales de parafina, las curiosas velas de microcera, que eran como arena de cera…

Pero el sueño de esta vela era volver atrás en el tiempo para recuperar algo que habían perdido. La señora que la había fabricado, Encarna, tenía 87 años. La vela llevaba 5 años en aquella estantería del salón, esperando que Encarna volviese a encenderla como aquella noche en la que, chispeante, recibió la visita de Alfonso, un compañero del taller de manualidades. Alfonso volvió por casa muchas veces, casi 2 años estuvo visitándola, hasta que dejó de ir.

Había pasado mucho tiempo desde entonces, Encarna parecía triste y ya no había vuelto a encender la vela. La cera y la mecha no sabían que Alfonso había muerto.

Mucho tiempo atrás, cuando Encarna no tenía aún arrugas en la cara, las velas sólo se encendían por necesidad porque, al caer la noche, si querían leer o coser, tenían que encender las velas para ver algo. Luego, con la luz eléctrica, ya no eran tan necesarias. Sólo se guardaban en el cajón de abajo por si se iba la luz.

Más adelante, empezaron a hacerse velas de muchos colores que apetecía encender por el mero placer de disfrutar de la luz que daban las llamas. Encarna tenía bonitos recuerdos de aquella época en la que encendía velas, junto con su madre y sus hermanas, en el saloncito de su casa, para charlar en la intimidad. Su hermana Dolores leía sentada en el silloncito, con una vela en la mesilla. Su madre y su hermana Angustias cosían manteles, sábanas y bordaban toallas. Ella, que era la más pequeña, jugaba con los retales que sobraban y se entretenía haciendo muñecas destartaladas.

Pero hacía mucho tiempo de todo aquello. Depués Encarna se hizo moza, se casó y, muchos años más tarde, se quedó viuda. No pudo tener hijos y se encontraba un poco sola, pues sus hermanas se habían ido ya. Pasaron años hasta que salió de casa y, a propuesta de una amiga, se apuntó a un taller de manualidades que organizaba su ayuntamiento… Allí conoció a Alfonso. Recuperó la sonrisa y las ganas de vivir. Pero un tiempo después Alfonso cayó enfermo y, finalmente, murió…  Pasaron meses antes de que Encarna decidiera que necesitaba un cambio.

Aquella noche, se puso su mejor vestido, preparó la mesa como en Nochevieja, encendió la vela, apagó las luces, puso una cinta en el radiocaset y cenó como si estuviera en una noche íntima. Era su 88 cumpleaños y le apetecía celebrarlo así. Cuando terminó de cenar se quedó mirando la vela. La mecha y la cera se iban consumiendo. «Como la vida -pensó-«.

Posó su cara sobre uno de sus brazos y se quedó mirando la vela mientras sonaba una melodía dulce como el almíbar que acababa de comer. Cerró los ojos y vio a su hermana Angustias cosiendo y sonriéndole, a Dolores leyendo, que levantó por un momento los ojos de su libro y también le sonrió. Curiosamente, su marido y Alfonso estaban en la sala, sonriendo también… Su madre, le tendió una mano para que dejara de jugar y se levantara del suelo porque empezaba a hacer frío…

Tras consumirse, la vela se apagó.

Y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una vela sencilla que quiso iluminar al mundo para hacerles ver la belleza más pura, esa que no necesita ser iluminada.

La mirada

Érase que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un hueco en un muro viejo. Era un muro casi histórico, de esos que separan dos terrenos en el extenso campo verde, un muro de piedras y barro, con la consistencia que dan el paso de los años y el respeto ante algo que divide y nos dice qué es tuyo y qué es mío. Junto al muro, un árbol silencioso que casi nunca hablaba porque dormitaba la mayor parte del tiempo, cantando la canción del susurro de las hojas. El hueco, relativamente joven, oía hablar al viejo muro, compuesto de infinitas partes que a su vez opinaban sobre cada pensamiento y elucubración del anciano ya que, aunque eran historias que casi todos conocían, no les importaba escuchar cómo el muro las repetía una y otra vez. Y el hueco escuchaba siempre con atención cada historia.

La que más le interesaba era la de su propio nacimiento, la que narraba cómo cayó la piedra que estaba antes en su lugar y cómo más tarde desapareció, llevada por alguna mano misteriosa. Continuar leyendo «La mirada»

Dicen que un día, mientras las nubes corrían blancas sobre el inmenso plato celeste, como la espuma de las olas que se escurre entre la arena mojada de la playa, el muro vio llegar dos ejércitos, uno por cada lado.

Se apostaron miles de hombres, frente a frente, dispuesto a matar y a morir por no se sabía qué extraño motivo, ya que el muro y todos sus infinitos componentes no podían comprender semejante estupidez en los humanos. Durante días, vieron cómo los hombres excavaban túneles de gusano (nunca entenderé por qué en esos días adquirieron esos hábitos subterráneos -decía la voz profunda del muro- pero os aseguro que se arrastraban y olían como los gusanos de tierra y se movían como las retorcidas lombrices).

Luego, a la vez que sacaban la tierra, la colocaban a modo de pared en la superficie del terreno. Como si un muro ancho y resistente como yo no fuese suficiente -escuchaba decir el hueco al orgulloso muro-.

“Claro que -continuaba el muro- los hombres sabían muy bien lo que hacían, pese a que sus fines fuesen tan ignominiosos para con todo el conjunto de la humanidad…” -el muro siempre hablaba con la propiedad que confieren la experiencia y la ancianidad… aunque a veces nadie entendiera lo que decía.

Durante días la vida se limitó a contemplar la actividad de los humanos de uno y otro lado. Hasta que, terminadas las obras de construcción de aquellos túneles y… -el muro pensó unos instantes- “¡Trincheras! Así es como ellos las llamaban…”. Terminada la construcción de las trincheras, los hombres, una noche de verano, empezaron a lanzarse fuego cruzado.

¡¡¡Fiiiiunnnn, bbbaaaabooooom, ssssssslottt, tran tran, pim pam pum!!!

En esta parte el muro se emocionaba tanto que todos sus componentes temblaban… la pequeña piedra que se sostenía milagrosamente en la esquina más apartada, casi en el filo del muro, temblaba de miedo cada vez que llegaba esta parte de la historia, pues temía caer al suelo y no volver a  formar parte nunca más de aquella intensa vida colectiva, que era la única que conocía o recordaba.

Toda una noche estuvieron con el estruendo del fuego -contaba el muro con voz profunda- veía cómo pasaban volando sobre mí aquellas cosas infernales, debo reconocer que pasé mucho miedo (todos se sobrecogían, piedras, granos de arena, briznas de hierba, motas de polvo, granos de polen, tierra esparcida, gotas de rocío y huecos de aire, todos, al imaginar cuán terrorífica debía ser una situación para llegar a atemorizar al imponente muro). “Hasta que vi cómo algunos empezaron a arrastrarse, en medio del ruido, saliendo de sus agujeros, y acercándose hacia mí. Podía verlos en cada explosión, de esas tan intensas que iluminan la noche, parecidas a cuando, en fiestas, los vecinos de los pueblos circundantes lanzan sus fuegos artificiales (todos asentían, recordando la primera vez en que cada uno de ellos vio cómo la noche se hacía día con la intensidad de la luz del fuego).

Sentí un profundo terror cuando vi a dos hombres, una de cada bando, acercándose frente a frente. Claro que, como yo estaba en medio, no podían verse. Fue tan providencial como extraño; iban el uno derechito a la posición del otro. Cuando se apostaron contra el muro pude verles mejor. Estaban cubiertos de barro, oliendo al intenso aroma que genera el miedo, respirando de forma entrecortada, mojados por el rocío que había caído sobre la hierba desde el atardecer, negras sus uñas de tierra húmeda, solos sus cuerpos ante la incertidumbre de la muerte y el pánico al dolor… Uno frente al otro.

Luego, uno de ellos cogió algo que llevaba colgado del cuello, lo besó, y empezó a hablar, con la cabeza gacha, susurrando el incomprensible idioma de los hombres. Al otro lado, el otro hombre escuchó, al principio sorprendido, luego, inmensamente triste, de manera que acabó llorando, siendo escuchados sus sollozos por el hombre que susurraba. Sobresaltados ahora los dos, comenzaron a hablarse a través del muro, agachados… al parecer se conocían.

Cuán terrible puede llegar a ser la locura del hombre.

“Y cuán maravillosa su cordura -apostilló el árbol, con voz de mujer, que dejó a todos impresionados por lo poco habitual que era oírlo hablar- pues el humano es sorprendente para lo malo, pero también para lo bueno”.

“Resultó – continuó el árbol ante el asombro de todos, incluido el muro, que permaneció, no ofendido, sino halagado por su participación, ya que nunca lograba terminar el cuento de una forma atractiva- que aquellos hombres de guerra, llevados por la historia que no puede escribirse porque está sometida a la voluntad de los que ignoran a conciencia la esencia de la vida, eran en realidad hombres de paz”.

“Serenos -dijo el árbol moviendo lentamente sus ramas hacia el hueco, impactado por el súbito protagonismo que estaba tomando- empujaron la piedra que se hallaba antes en este hueco. Al contrario de lo que afirma el anciano y sabio muro, aquellos hombres no se conocían. Pero, para el hombre, hay algo tan universal como para nosotros el viento que nos roza, tan propio del mundo como el tiempo.

Y es que el hombre reza.

Es ese susurro, ese ruego a la vida. No importa en qué idioma se haga, ni a qué divinidad se dirijan, pues todos lo entienden como una súplica, una entrega, el reconocimiento de su infinita pequeñez ante el engranaje de la propia existencia… y esos hombres, vistas sus caras a través del hueco, -el hueco no recordaba muy bien sus primeros momentos de vida- bañados en lágrimas sus ojos, decidieron que no habría muerte en sus manos esa noche. Fracasados sus mutuos intentos, apagados sus iniciales arrebatos, los hombres se miraron y comprendieron que, al menos esa noche, debían conservar algo de humanidad, esa que la locura les estaba arrebatando”.

“Mucho tiempo después -dijo el muro, complacido- un hombre viejo y canoso pasó por aquí. Parecía conocer el terreno, y, paseando lentamente, afectado por los años, vino directo al hueco -al sentirse aludido el hueco miró a su alrededor, recordaba al hombre viejo-. Buscó en el suelo y encontró la piedra que aquella noche de fuego los hombres derribaron para verse las caras. Y el hombre dijo unas palabras, las primeras comprensibles que hemos oímos nunca de boca de hombre:

– «Jamás he podido olvidar esa mirada».

El anciano miró al árbol, miró el muro, y se agachó para ver a través del hueco. Esta parte la recordaba el hueco claramente.

“Yo lo vi –dijo tímido el hueco, cuya voz sonaba infantil-. Sus ojos parecían mirar al infinito, pero en realidad se paraban justo al otro lado, en donde estuvo la cara de aquel otro hombre. Vi en su retina el reflejo de cada gesto, de cada lágrima, noté cómo sentía en su pecho el ritmo de su respiración… Él también lloró entonces, cansados sus ojos de recordar, pero con la conciencia en paz.”

Cuán terribles pueden ser los recuerdos de un hombre.

Y cuán convincente su mirada.

Porque érase que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un hueco en un muro viejo.

La lata de cocacola

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial. Era ésta una lata muy peculiar que había recorrido mundo. Ya no era en absoluto parecida a una lata nueva, de esas que habitan en una máquina refrigerada en las que depositas una moneda, ni de esas relucientes que hay en las estanterías de los supermercados, no. Esta lata estaba toda abollada. Como era una lata antigua, había perdido la argolla y sólo un triste tono anaranjado, recorrido por unas letras grisáceas, podía dar a entender que, en su día, fue una brillante lata de cocacola.

Esta lata, que no solía dar mucho la lata, recorrió las carreteras a base de golpes. Recordaba su primer golpe. De hecho recordaba toda su vida, desde que salió de la fábrica, fue llenada del preciado líquido, depositada en una caja junto con numerosas compañeras, cual ejército rojo y plata, hasta que, situada en primera fila en la estantería de una tienda de ultramarinos, en la esquina entre las calles «La Serrana de la Vera» con «El séptimo sello», en la ciudad de Venezuela, fue trasladada a la nevera para estar fresquita y, de allí, pasó a las manos de un chaval llamado Tito. Continuar leyendo «La lata de cocacola»

La lata recordaba cómo, en una calurosa tarde veraniega, el chaval, mirando aquella lata como si se tratara de un bien tan preciado como un esperado regalo, se la llevó hasta un muro junto a una papelera y, como en un ritual, se sentó sobre el muro, con las piernecillas colgando, ya que no debía tener más de nueve o diez años.

El chaval tiró de la argolla de metal hacia fuera, (las latas modernas de hoy se abren empujando hacia adentro) abriéndola en un estruendoso «prrsshhhtttsss». Luego, sediento, tiró la argolla en la papelera y se llevó la abertura de la lata a la boca, sintiendo ambos el cosquilleo de las burbujas de gas, que querían ser siempre protagonistas de estos momentos íntimos entre la lata y quien la bebía. La lata casi no pudo despedirse de su argolla, que pasó a una nueva y más reducida existencia, aunque no por ello menos apasionante (pero esa será otra historia).

La lata pensó, mientras el niño bebía, que era para eso para lo que había estado esperando desde que pudiese recordar. La magia del beso entre la lata y el niño, ese rato que pasó, mientras iba consumiendo su contenido, era el motivo y fin de su creación…

¿Y ya está? -pensó en un rápido reflejo de supervivencia que le impidió disfrutar del momento- ¿Ya se acaba mi historia? ¿Qué ocurrirá cuando termine el niño de beber? ¿Qué será de mí?

Había escuchado alguna historia sobre viejas latas que, finalmente, habían sido recicladas. Otras terminaban en lugares maravillosos y otras… nunca se volvía a saber de ellas. Debe ser triste la vida de una lata una vez usada.

El momento se acercaba. Estaba casi vacía. Y sintió temor ante lo que vendría después.

Cuando Tito terminó de beber, sentado en un pequeño muro junto a un terreno en el que los chavales solían jugar, miró la lata con satisfacción, cogió una piedra afilada del suelo y empezó a rayar la lata: estaba escribiendo su nombre. Miraba la lata, mordiéndose la punta de la lengua y entornando los ojillos, como quien está haciendo algo complicado y quiere que le salga bien. Cuando casi estaba terminando de rayar, un chaval gamberro pasó por su lado y, de un manotazo, le arrebató la lata y echó a correr. Tito salió corriendo tras él, decidido, gritando que le devolviera su lata. Corrieron y corrieron. La lata no recordaba cuánto tiempo pasaron persiguiéndose, pero sí recuerda que, en un momento dado, el chico gamberro, viendo que iba a ser atrapado, antes de rendirse y devolver la lata, prefirió soltarla sobre un montón de basura. Al pasar, frenético en su persecución, Tito no la vio… sus esperanzas de volver con él desaparecieron en cuanto dejó de escuchar el ruido de los chavales.

Al principio, se quedó sobre aquel montón de basura sin inmutarse. Veía pasar a la gente, a los perros, a los gatos, y no se movía. Luego, aburrida, decidió dejarse caer por un lado del montón de basura, a ver si lograba llegar a algún sitio… puede que Tito lograra encontrarla…  Se impulsó un poco y, ligera (nunca se había sentido tan liviana) empezó a rodar calle abajo. Al principio aquello le pareció emocionante y divertido. La cuesta abajo le iba dando velocidad… Rodaba y rodaba rebotando sobre el suelo de tierra y piedras, hasta que llegó al final de la calle y… menudo susto. Un montón de coches pasaban a toda velocidad… ¡y ella estaba en medio! Un pequeño roce bastaba para mandarla al otro lado de la calle, hacerla girar, enviarla de nuevo a la otra punta…

¡Bing, bang! En uno de esos golpes, fue tanto el impulso que rebotó unos metros y acabó cayendo por el hueco de una alcantarilla.

Ahora flotaba sobre una especie de riachuelo plagado de objetos… y, en un santiamén, llegó al mar. Y allí pasó muchas horas, flotando. El oleaje y las mareas la fueron llenando de agua, hasta que, cansada de resistirse, fue a parar al fondo del océano. Allí conoció otro mundo, la vida submarina, tan distinta a todo lo que conocía. Pero no era su medio y sentía nostalgia de la superficie. Hasta que, un día aciago, un pesquero de arrastre la sacó del fondo marino junto con cientos de peces. Cayó sobre la superficie del barco y, al verla, un pescador la tiró de nuevo al mar. Qué tristeza la suya.

Al menos, vacía, podría flotar unos días más y disfrutar del aire fresco… Vieja, abollada, descolorida, quemada por el sol y el salitre, perdida toda ilusión, flotó durante largos días y oscuras noches. Llevada por las corrientes, una noche volvió a caer en una red de pescadores, pero este barco era más pequeño y se dirigía hacia la costa. Por fin a tierra -pensó-.

Una vez en la playa, al abrir las redes, varios hombres se acercaban y daban precios, cogían pescado y se lo llevaban. Un señor mayor que había ido a comprar pescado fresco, vio la lata, la cogió, la miró detenidamente, y se la llevó.

Después de todo lo que la lata había visto, esto hizo que se sintiera confusa y sorprendida. No entendía para qué querría alguien una lata vieja y sucia. El señor viejo lavó la lata con mucho cuidado, la secó y la envolvió. Cuando la lata volvió a ver la luz, alguien, con la ilusión de un niño y un cuerpo de hombre, la estaba desenvolviendo con una inmensa pasión. Cuando la vio, y se fijó en las letras rayadas, se le saltaron las lágrimas. La lata no entendía nada. El hombre miró al anciano y se abrazaron.

– Papá, ¿cómo…?

– Los caminos del Señor son infinitos -le dijo el anciano al hombre-. Vete tú a saber la de cosas que podría contarnos esta lata…

– Cuánto lloré el día que Luis me la quitó y echó a correr como un demonio. Cuando le pillé y no la tenía encima… Te había suplicado tanto que me dieras una, guardando el secreto de para qué la quería y darte una sorpresa, que luego no pude parar de llorar…

– Ahora ya tienes tu lapicero, hijo. El mejor del mundo. Con tu nombre y todo…

La lata sintió que Tito la acariciaba con un cariño especial… Ahora, tras tantas aventuras, cargada de lápices y bolígrafos, sobre un escritorio lleno de papeles, mira por la ventana hacia el exterior y divisa el cielo azul… No importa que sus colores no sean intensos.

Todo lo demás lo es.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial.

La mariquita

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una mariquita que quería perder sus manchas. Era esta una mariquita de un intenso color rojo, una coccinella de una variedad abundante, por lo que no se podía clasificar como ninguna especie en extinción. A esta mariquita, lo de no estar arropada por una ley le fastidiaba bastante, porque consideraba que una especie tan pequeña y de tan delicada estructura debía ser  protegida por encima de otras especies más favorecidas como, por ejemplo, el elefante…

Hay que decir que esta mariquita era muy quisquillosa, protestona y quejica, que  nunca estaba contenta y que se pasaba el día refunfuñando. Estas características no suelen ser comunes en las mariquitas, que son, por naturaleza, coleópteros alegres y de un humor envidiable. Pero se ve que los genes de este insecto, al que todos llamaban Paco (hablamos de un espécimen macho) habían acumulado la mala leche de muchas generaciones anteriores.

Paco, pues, renegando de su estatus de mariquita «vulgaris», decidió ser diferente para pasar a ser bicho protegido. El plan era el siguiente: debía, en primer lugar, encontrar la manera de ocultar esos puntos negros que tenía sobre las alas (o élitros)… Continuar leyendo «La mariquita»

A ver… uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y siete. Como buen «septempunctata». Podía intentar cambiarlos de color, pero eso era más complejo… Luego, debía pasearse por los jardines botánicos hasta encontrar a un biólogo cuyo aspecto le inspirara confianza. Hacer que el encontronazo coleóptero-científico pareciese una casualidad era tarea de Paco.

Para dar el primer paso, Paco buscó un taller de pintura de coches. Encontró un coche rojo al que estaban reparando una abolladura y esperó a que el mecánico usara la pistola con pintura a presión. Debía ser muy cauteloso porque, si se acercaba demasiado, podía caer bajo el peso de una sola gota de pintura, o quedar pegado a la carrocería del coche de por vida, como añadido «extra made in titanlux». Cuando el mecánico empezaba a pintar, Paco vio, tal y como esperaba, que unas gotas caían al suelo, ocasión que aprovechó para coger una brizna de hierba, mojarla en la pintura de un intenso (y apestoso, ¡puaj!) color rojo, y cubrir los siete círculos negros que tenía en su espalda.

Inmediatamente después, se puso al sol dejando que la brillante pintura roja se secara y quedara adherida, cual pegamento «Imedio», a la superficie de sus alas. Notó que se había quedado un poco tiesa por el «efecto cola», pero era un inconveniente que ya tenía previsto. Se fue a un tronquito de aloe vera y solucionó su incomodidad dándose unos restregones. Luego, tras comprobar en el reflejo de la charca que era una mariquita sin manchas, toda roja… metalizada, se fue decidido al jardín botánico más cercano, que resultó estar a unos diez kilómetros.

Cuando llegó, estaba anocheciendo, y decidió descansar sobre una planta que, de lejos, ya le pareció un poco extraña, pues olía demasiado bien y tenía unas hojas con pinchos un poco raras. Mosqueado (evidentemente, es una expresión), finalmente Paco optó por cambiar el rumbo de su vuelo y se fue hacia un arbusto algo más normal. Afortunadamente Paco nunca llegó a saber que aquello era una planta carnívora de lo más voraz.

Cuando amaneció, Paco intentó desayunarse a algún incauto pulgón, pero aquello estaba más limpio que la patena y el pobre se quedó con las ganas. Decidió esperar, pese al hambre, a algún científico que le hiciera famoso y le sacara del anonimato.

Sabía (un día, sobrevolando el parque, lo leyó en «El correo de Soria» que sujetaba un señor) que en aquel jardín botánico trabajaban eminentes especialistas conocedores de la flora y la fauna de la zona. En uno de los departamentos desarrollaba su trabajo uno de los mejores entomólogos del mundo, Frasco Raso Pro, experto en coleópteros, que había descubierto dos clases nuevas de coccinellas en el último año: la Propylea quintuordecimpunctata y la Harmonia axyridis (Peasoarte).

Eso fue lo que impulsó a Paco a vivir esta aventura, aunque no se puede decir que Paco estuviera muy nervioso. Es verdad que Paco era un bicho templado que controlaba al cien por cien sus impulsos, al contrario que sus compañeras, que eran de un natural alegre y vivaracho, más bien descontroladillas en momentos de felicidad.

Decidido a salir del anonimato costase lo que costase, Paco, revoloteando sobre las plantitas del jardín botánico, empezó a buscar al Sr. Raso, Frasco para los amigos. Las casualidades de la vida hicieron que Paco chocara de bruces con Frasco, que salía de su despacho en dirección a la calle, y se puede decir que, del encontronazo, nació el amor.

Frasco se miró la nariz, donde Paco había hecho el aterrizaje forzoso y, sorprendentemente bizco (casi se cambia los ojos de sitio) se dirigió de nuevo hacia el despacho, despacio, muyyyy despacio, no fuera a ser que el nuevo descubrimiento echara a volar.

Cuando depositó a Paco sobre la mesa empezó a estudiarla poco a poco… Sí – se dijo- sin duda es una «septempunctata», pero apesta a pintura de coches… debe ser que le cayó algo encima… ¡No! gritó Paco en lenguaje mariquito. ¡No me jodas el invento, hombre! ¡Soy una nueva especie, gilipollas! (Se nota que Paco estaba muy enfadado).

Así que el profesor, delicadamente, limpió a Paco (que se resistió sobremanera) y, justo cuando iba a echarlo a volar se dió cuenta… Paco se estaba poniendo tan rojo del cabreo que hasta sus manchas negras se volvían rojas…

En fin, nos ahorramos el rollo del desarrollo y adelantamos las conclusiones del profesor: había descubierto a una mariquita de genes evolucionados que tenía la capacidad de camuflarse intencionadamente para ocultar sus manchas… no es exactamente lo que Paco quería, pero desde entonces vive como un pachá, digamos que Frasco ha creado el paraíso de las mariquitas en su jardín botánico… ¡Ah! Y ha quitado las plantas carnívoras…

Y fíjate en cómo empezaba este cuento para darte cuenta de que, a veces, lo que no nos gusta de nosotros, puede ser lo más interesante: érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una mariquita que quería perder sus manchas.