Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial. Era ésta una lata muy peculiar que había recorrido mundo. Ya no era en absoluto parecida a una lata nueva, de esas que habitan en una máquina refrigerada en las que depositas una moneda, ni de esas relucientes que hay en las estanterías de los supermercados, no. Esta lata estaba toda abollada. Como era una lata antigua, había perdido la argolla y sólo un triste tono anaranjado, recorrido por unas letras grisáceas, podía dar a entender que, en su día, fue una brillante lata de cocacola.
Esta lata, que no solía dar mucho la lata, recorrió las carreteras a base de golpes. Recordaba su primer golpe. De hecho recordaba toda su vida, desde que salió de la fábrica, fue llenada del preciado líquido, depositada en una caja junto con numerosas compañeras, cual ejército rojo y plata, hasta que, situada en primera fila en la estantería de una tienda de ultramarinos, en la esquina entre las calles «La Serrana de la Vera» con «El séptimo sello», en la ciudad de Venezuela, fue trasladada a la nevera para estar fresquita y, de allí, pasó a las manos de un chaval llamado Tito.
La lata recordaba cómo, en una calurosa tarde veraniega, el chaval, mirando aquella lata como si se tratara de un bien tan preciado como un esperado regalo, se la llevó hasta un muro junto a una papelera y, como en un ritual, se sentó sobre el muro, con las piernecillas colgando, ya que no debía tener más de nueve o diez años.
El chaval tiró de la argolla de metal hacia fuera, (las latas modernas de hoy se abren empujando hacia adentro) abriéndola en un estruendoso «prrsshhhtttsss». Luego, sediento, tiró la argolla en la papelera y se llevó la abertura de la lata a la boca, sintiendo ambos el cosquilleo de las burbujas de gas, que querían ser siempre protagonistas de estos momentos íntimos entre la lata y quien la bebía. La lata casi no pudo despedirse de su argolla, que pasó a una nueva y más reducida existencia, aunque no por ello menos apasionante (pero esa será otra historia).
La lata pensó, mientras el niño bebía, que era para eso para lo que había estado esperando desde que pudiese recordar. La magia del beso entre la lata y el niño, ese rato que pasó, mientras iba consumiendo su contenido, era el motivo y fin de su creación…
¿Y ya está? -pensó en un rápido reflejo de supervivencia que le impidió disfrutar del momento- ¿Ya se acaba mi historia? ¿Qué ocurrirá cuando termine el niño de beber? ¿Qué será de mí?
Había escuchado alguna historia sobre viejas latas que, finalmente, habían sido recicladas. Otras terminaban en lugares maravillosos y otras… nunca se volvía a saber de ellas. Debe ser triste la vida de una lata una vez usada.
El momento se acercaba. Estaba casi vacía. Y sintió temor ante lo que vendría después.
Cuando Tito terminó de beber, sentado en un pequeño muro junto a un terreno en el que los chavales solían jugar, miró la lata con satisfacción, cogió una piedra afilada del suelo y empezó a rayar la lata: estaba escribiendo su nombre. Miraba la lata, mordiéndose la punta de la lengua y entornando los ojillos, como quien está haciendo algo complicado y quiere que le salga bien. Cuando casi estaba terminando de rayar, un chaval gamberro pasó por su lado y, de un manotazo, le arrebató la lata y echó a correr. Tito salió corriendo tras él, decidido, gritando que le devolviera su lata. Corrieron y corrieron. La lata no recordaba cuánto tiempo pasaron persiguiéndose, pero sí recuerda que, en un momento dado, el chico gamberro, viendo que iba a ser atrapado, antes de rendirse y devolver la lata, prefirió soltarla sobre un montón de basura. Al pasar, frenético en su persecución, Tito no la vio… sus esperanzas de volver con él desaparecieron en cuanto dejó de escuchar el ruido de los chavales.
Al principio, se quedó sobre aquel montón de basura sin inmutarse. Veía pasar a la gente, a los perros, a los gatos, y no se movía. Luego, aburrida, decidió dejarse caer por un lado del montón de basura, a ver si lograba llegar a algún sitio… puede que Tito lograra encontrarla… Se impulsó un poco y, ligera (nunca se había sentido tan liviana) empezó a rodar calle abajo. Al principio aquello le pareció emocionante y divertido. La cuesta abajo le iba dando velocidad… Rodaba y rodaba rebotando sobre el suelo de tierra y piedras, hasta que llegó al final de la calle y… menudo susto. Un montón de coches pasaban a toda velocidad… ¡y ella estaba en medio! Un pequeño roce bastaba para mandarla al otro lado de la calle, hacerla girar, enviarla de nuevo a la otra punta…
¡Bing, bang! En uno de esos golpes, fue tanto el impulso que rebotó unos metros y acabó cayendo por el hueco de una alcantarilla.
Ahora flotaba sobre una especie de riachuelo plagado de objetos… y, en un santiamén, llegó al mar. Y allí pasó muchas horas, flotando. El oleaje y las mareas la fueron llenando de agua, hasta que, cansada de resistirse, fue a parar al fondo del océano. Allí conoció otro mundo, la vida submarina, tan distinta a todo lo que conocía. Pero no era su medio y sentía nostalgia de la superficie. Hasta que, un día aciago, un pesquero de arrastre la sacó del fondo marino junto con cientos de peces. Cayó sobre la superficie del barco y, al verla, un pescador la tiró de nuevo al mar. Qué tristeza la suya.
Al menos, vacía, podría flotar unos días más y disfrutar del aire fresco… Vieja, abollada, descolorida, quemada por el sol y el salitre, perdida toda ilusión, flotó durante largos días y oscuras noches. Llevada por las corrientes, una noche volvió a caer en una red de pescadores, pero este barco era más pequeño y se dirigía hacia la costa. Por fin a tierra -pensó-.
Una vez en la playa, al abrir las redes, varios hombres se acercaban y daban precios, cogían pescado y se lo llevaban. Un señor mayor que había ido a comprar pescado fresco, vio la lata, la cogió, la miró detenidamente, y se la llevó.
Después de todo lo que la lata había visto, esto hizo que se sintiera confusa y sorprendida. No entendía para qué querría alguien una lata vieja y sucia. El señor viejo lavó la lata con mucho cuidado, la secó y la envolvió. Cuando la lata volvió a ver la luz, alguien, con la ilusión de un niño y un cuerpo de hombre, la estaba desenvolviendo con una inmensa pasión. Cuando la vio, y se fijó en las letras rayadas, se le saltaron las lágrimas. La lata no entendía nada. El hombre miró al anciano y se abrazaron.
– Papá, ¿cómo…?
– Los caminos del Señor son infinitos -le dijo el anciano al hombre-. Vete tú a saber la de cosas que podría contarnos esta lata…
– Cuánto lloré el día que Luis me la quitó y echó a correr como un demonio. Cuando le pillé y no la tenía encima… Te había suplicado tanto que me dieras una, guardando el secreto de para qué la quería y darte una sorpresa, que luego no pude parar de llorar…
– Ahora ya tienes tu lapicero, hijo. El mejor del mundo. Con tu nombre y todo…
La lata sintió que Tito la acariciaba con un cariño especial… Ahora, tras tantas aventuras, cargada de lápices y bolígrafos, sobre un escritorio lleno de papeles, mira por la ventana hacia el exterior y divisa el cielo azul… No importa que sus colores no sean intensos.
Todo lo demás lo es.
Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial.
Me encanta. ¿Es tuya?
Hola.
¿Te refieres a la lata o al cuento? 🙂
Ja ja ja ja
Es un lindo cuento