El Asesino

ATENCIÓN: Este es un cuento de muy mal gusto (no quiero con ello decir que lo haya escrito nadie llamado Muy Mal Gusto, sino que realmente se trata de un cuento de mal gusto, así que si creen que su sensibilidad puede verse herida, no sigan leyendo).

Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un asesino en serie que quiso dejar su meteórica carrera. Era este un asesino sádico, despiadado, metódico y sin complejos. Al contrario de lo que pretenden vendernos en las películas, este asesino no quería entrar en lid con ningún poli chulo, ni pretendía salir en los periódicos, ni tener ningún tipo de protagonismo. Era un asesino de los de verdad, dedicado a su “trabajo”. No aceptaba encargos (a alguno que había intentado hacérselos le había dado finiquito) ni mantenía contacto con nadie del “gremio”. Se dedicaba a lo suyo y nada más. Continuar leyendo «El Asesino»

Durante una época tuvo que fingir una vida normal para no despertar sospechas. Eso sí que era un fastidio. Llegaba a casa e intentaba convivir con su familia y, aunque “viajaba” bastante, nadie le hacía preguntas porque todo estaba planificado y justificado a la perfección. Lo intentó durante unos años, pero le costaba mucho disimular cariño… la verdad es que se le daba fatal. Estaba todo el día generando traumas por falta de afecto. Y eso le molestaba…  Le gustaba hacer las cosas bien y era totalmente consciente de su falta de capacidad para amar. Lo único que le gustaba era matar. Al final se cansó de estar fingiendo y eliminó a toda su familia. Fue un lamentable accidente. Volvió a una vida solitaria. Y nunca nadie sospechó nada.

Al principio, como en todo, mataba de uno en uno. Pero la última vez había matado a veinte personas de una atacada. Pensaba que era mucho más práctico, y que ya que se ponía a trabajar, podía intentar repetirlo en los entornos adecuados. Sus técnicas eran también muy variadas, no le hacía ascos a ningún arma, a ninguna técnica, a ninguna víctima. En realidad no se ajustaba a ningún perfil de asesino en serie. Siempre le pareció una gilipollez eso de andar eligiendo pelirrojas, o jóvenes imberbes, o mujeres que te recuerdan a tu madre… No. Este asesino mataba lo que pillaba. Tampoco es que fuera así, al tun tún, pero vamos, que lo mismo daba un anciano, que una joven, que un caballero, que un niño… Era un asesino asquerosamente  democrático.

Sin embargo, un día, sentado frente al espejo, nuestro asesino en serie empezó a plantearse algunas cosas. Le parecía injusto no poder hacer la declaración de la renta. Porque, claro, no podía dar a conocer sus actividades. Y es que nuestro protagonista aprovechaba los crímenes para robar un poco de aquí y otro poco de allá, básicamente para ir tirando. No era una persona ambiciosa, se conformaba con lo que tuviera la víctima de turno, pero eso de no poder declarar sus ingresos le fastidiaba. Frívolo como el que más, se planteaba esto mientras estudiaba su siguiente asesinato.

Además de esta cuestión pecuniaria, este personaje empezó a plantearse que su papel en la sociedad era necesario. Que sin sus esfuerzos no habría temor, no existiría el miedo… muchas leyendas se alimentaban de asesinos que en algún momento habían sido reales. El hombre del saco, el sacamantecas, Jack el destripador…  Pero él no pretendía destacar. Se limitaba a su día a día. ¿Crímenes sexuales? Por favor, qué vulgaridad… No, no, no. Crímenes sociales. Justificados. Necesarios. Tampoco es eso de ir por ahí asesinando asesinos (como en Dexter)  pero creía estar cumpliendo con una obligación. Si tenía esa capacidad era por algo. La vida le había forjado así. No tuvo una mala infancia. Sus padres eran normales. Estudió. Y antes de graduarse ya había asesinado a unas cuantas personas. Y, al hacerlo, sintió que había nacido para eso. Pensó que muchos antes que él ya lo habían hecho. Y no se equivocaba.

Lo reconoció una vez más: había tenido mucha suerte. Su capacidad para matar, su innegable falta de empatía, sus tendencias criminales… se habían cruzado con aquella magnífica guerra. La guerra. La razón que justifica toda atrocidad.

Nuestro asesino se levantó, se caló la gorra, se miró el uniforme y salió al campo. Le daba igual si eran blancos, negros, asiáticos, judíos o árabes, ateos o cristianos. Él estaba allí por lo que estaba. Porque había encontrado su lugar en el mundo. Y si algún día llegaba el final de esta guerra, le daba igual. Sabía que habría más. Qué gran satisfacción le daba eso (casi tanta como el propio acto de matar). Y también sabía que podía irse cuando quisiera. Matar a todos los que se suponía que eran sus compañeros y desaparecer sin dejar rastro.

Pese a que se planteaba dejarlo algún día (“¿Dejarlo? Esto no es como fumar, amigo”, le había dicho una vez a un soldado mientras charlaban inocentemente)  no encontraba el momento. Se estaba haciendo mayor, sus técnicas se iban refinando, pero su destreza iba disminuyendo. Su carrera era meteórica, sí, pero una vez en la cima, solo quedaba bajar.  Tal vez había llegado la hora. Tal vez, con lo que tenía ahorrado, pudiera dedicarse a otra cosa. Solo tal vez. Y planteándose las opciones que le había ofrecido el destino, descubrió algo: que había muchas formas de matar. Múltiples y variadas maneras de asfixiar a la víctima. Miles de formas de estrujar sus entrañas hasta dejarlas sin nada… Muchísimas maneras de disfrutar mientras dejas al otro sin respiración. Y nuestro asesino en serie, que existió, existe y existirá, decidió cambiar de profesión y hacerse banquero.

NOTA: Lo advertí: si eres banquero, lo siento, es solo ficción.

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La burbuja

Burbujas

Érase una vez que se era, como todo aquello existe y existirá, una burbuja que inició un incierto camino. Pero, ¿cómo se genera una burbuja, ese «glóbulo de aire u otro gas que se forma en el interior de algún líquido y sale a la superficie»? ¿Y por qué hacen cosquillas? Esta burbuja no sabía si el dióxido de carbono que la componía acabaría formándose o no… En principio una diminuta legión de burbujas se sucedía desde un mismo origen y se elevaba a través del líquido rosado. Parecían hormiguitas, una detrás de otra, rítmicas, sinuosas, ordenadas. De vez en cuando alguna díscola intentaba salir de la línea, pero sólo lograba un desgarbado giro para volver luego a la formación única, la que les llevaba a una superficie a partir de la cual todo era incierto… Así era la breve e intensa vida a presión de una burbuja. Continuar leyendo «La burbuja»

En esta ocasión, nuestra protagonista quiso saber qué se siente al morir en una boca inquieta, en un momento cargado de incógnitas, qué ocurre cuando todo se precipita, emergiendo desde una forma redondeada hasta convertirse… en nada. ¿Qué piensa una burbuja cuando sale al aire?

Cuando Alicia llenó su copa de cava para brindar por el año nuevo estaba triste. No se presentaba fácil. No parecía que nada fuese a mejorar. Había aceptado una postdoc en Hamburgo. Allí hacía frío. Dejaba atrás familia y amigos. No había oportunidades para ella en su país. Puede que, después de todo, Alicia tuviera suerte. Muchos como ella, con formación o sin ella, con mucho esfuerzo a sus espaldas, tenían que engrosar las filas del paro, como tantos otros profesionales de tantos y tantos sectores de su país de ladrillo.

Era un día triste para la Ciencia. Era un día triste para Alicia. Era una era triste para todos menos para la burbuja. Porque cuando Alicia alzó su copa y esbozó un amago de sonrisa, cuando acercó la copa alargada a sus labios, cuando esa burbuja medio loca se precipitó en su paladar y le hizo cosquillas, Alicia sonrió de verdad. Sonrió y sintió que llevaría el frío con calma. Que se aliaría con los copos de nieve. Que regresaría a visitar a los suyos. Que ellos estarían siempre ahí. Porque érase una vez que se era, como todo aquello que existe y existirá, una burbuja que inició un incierto camino, tan incierto como el de la propia Alicia.

 

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El piano

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un piano que quiso volver a sentir vibrar todas sus cuerdas. El piano recordaba tantas cosas que ordenarlas era demasiado complicado… sólo podía asociar los recuerdos con melodías. Entonces sí podía darles sentido y uniformidad. Cómo olvidar al joven pianista que había llorado sobre sus teclas tocando a Bach después de que su amor lo abandonara… Cómo no recordar a la pequeña que aprendía a tocar en secreto, interpretando las canciones de los Beatles que escuchaba en casa de sus padres… Cómo no evocar tiernamente a la cantante de jazz enamorada en secreto del bailarín errante que solo sabía tocar piezas de Hancock… Nuestro piano había recorrido tanto que le costaba conservar sus recuerdos…

La casa en la que vivía era oscura. Antes había cambiado tantas veces de lugar que estar parado ahora no le importaba. Sentía que necesitaba descansar y eso era lo que hacía. Una vez al mes, siempre por la tarde, la chica que vivía en la casa levantaba la tapa, cogía un pincel y un paño, y limpiaba cuidadosamente las teclas. Despacio, para que no sonaran. Continuar leyendo «El piano»

Era un piano Bösendorfer de ¼ de cola y 85 teclas, fabricado en la Viena en 1918. El enorme salón en el que estaba era también de un apartamento antiguo, de altos techos y grandes puertas de madera silenciosas. Los gigantescos ventanales, cubiertos con gruesas cortinas, no dejaban pasar la luz.

Hacía ya mucho tiempo que nadie dejaba a la vista su bastidor, oculto tras la brillante tapa lacada que tenía algún que otro rasguño, al igual que la tapa de las teclas.

Había vivido una guerra mundial, había pasado por varias restauraciones y tenía un problema en la caja de resonancia que hacía que sonase siempre algo desafinado. Por eso lo tocaban poco. De hecho él creía que su vida útil había terminado y solo servía de adorno… fabricado con las mejores maderas, su prestigio le había precedido durante todos estos años…

Una noche sonó el timbre y la joven abrió la puerta, recibiendo en voz baja a alguien. Lo acompañó hasta donde estaba el piano, intercambiaron algunas palabras inaudibles, y la joven lo dejó sólo en el inmenso salón.

Era un hombre mayor, con gabardina, sombrero y maletín. Le sonaba aquel maletín. Si no le fallaba la memoria era un maletín de afinador: afinador de pianos. El hombre se acercó despacio, mirándolo fijamente, con el sombrero en una mano y el maletín en la otra. Sus zapatos resonaban sobre el suelo de mármol, dando pasos cortos hasta que se paró… y suspiró. Se sentó en el taburete del pianista, muy despacio, echando hacia atrás su gabardina. Dejó el sombrero sobre el piano y el maletín en el suelo. Luego pasó su mano sobre la tapa. Al encontrar los rasguños se estremeció. No podía ser.

Levantó la tapa despacio. Acarició las teclas. Alguna nota suelta sonó… ya llevaba mucho tiempo sin afinar. Empezó su trabajo. Abrió el maletín y miró sus herramientas. Se levantó del taburete, se dirigió a un lateral y levantó la tapa del bastidor. Miró hacia el arpa… sintió un ahogo súbito que lo dejó sin aliento. Bajó de nuevo la tapa. Y se quedó de pie durante un rato, inmóvil.

Se sacó un pañuelo del bolsillo de la gabardina y se secó el sudor. Volvió a sentarse. Era normal que aquel piano sonase raro. En su caja de resonancia algo dormitaba desde hacía años. Algo que aquel afinador había estado buscando durante mucho tiempo.

Durante su época gloriosa, este piano había necesitado una afinación diaria, justo antes de cada concierto. Y este hombre se había encargado de hacerla. El día en que el piano desapareció el afinador creyó volverse loco. Lo buscó desesperadamente. No pudo encontrarlo y no quería levantar sospechas, así que, tras meses intentando averiguar qué había sido del piano del concertista más prestigioso del momento, cejó en su empeño y se dio por vencido.

El piano y el pianista no se separaban. Y la esposa del pianista no se separaba de su esposo. Y, aunque todo el mundo empezaba a murmurar y él disimulaba todo lo que podía, llegó un momento en que todos se percataron de que el afinador no se separaba de la esposa del pianista… Casi parecían un trío, siempre uno flotando en la estela del otro, en torno al piano que parecía el hilo conductor de una historia silenciosa, sin banda sonora.

Cuando el afinador llegó como cada día a afinar el piano y vio que no estaba, supo que algo muy grave había ocurrido. No sólo el piano había desaparecido, también el pianista y su esposa. El afinador se quedó de pie en mitad del escenario vacío con una diminuta nota de papel en la mano, llorando a oscuras.

Ahora, tantos años después, debía explicarle a la joven dueña del piano que su caja de resonancia no sonaba bien porque tenía algo dentro. Algo que era para él. Algo que nadie había visto. Y ahora que lo había encontrado tenía miedo…

Volvió a levantarse. Abrió de nuevo la tapa, colocó el seguro y acercó su mano al lugar que ocultaba su secreto. Despacio, lo despegó. Lo sacó del piano. Sacó una carta del paquete envuelto en celofán. Y leyó el papel amarillento, conservado milagrosamente.

“15 de agosto de 1939

Querido Gabriel,
Durante años mi esposo y yo hemos querido tener hijos. Como sabes, no poder ser padres ha sido una de nuestras mayores penas, llegando incluso a levantar una fría barrera de indiferencia entre nosotros. Por eso creo que me enamoré de ti, por la falta de cariño que creció en el seno de nuestro matrimonio. Ahora que estoy esperando un hijo, y pese al riesgo que corro de que él descubra el engaño, he decidido darle una oportunidad a nuestra relación.

Sé que esto te destrozará el corazón, mi querido ángel, y que no vas a querer dejar que vuelva con él. Pero créeme: es lo mejor para los dos.

He dejado una nota en tu maletín indicándote dónde puedes encontrar esta carta y otras cosas que he envuelto para ti. El bastidor del piano es el único lugar seguro que se me ha ocurrido, ya que sé que mirarás ahí mañana antes del concierto y que nadie más se atrevería a tocar el piano de Wilhelm.

Perdóname, ángel mío, y olvídame si puedes.
Con amor:
Alice.”

Dos semanas más tarde se declaraba la segunda guerra mundial. Con apenas 25 años Gabriel tuvo que marchar al frente. Ni un solo día dejó de pensar en Alice, en el piano, apurando los días, deseando saber algo de ella. El famoso concertista había desaparecido. Pasó la guerra. Intentó reiniciar una vida normal. Persiguió todos los Bösendorfer de ¼ de cola y 85 teclas de los que tuvo noticia. Hasta hoy, 30 años después…

Gabriel lloraba, sentado en el taburete, en aquel inmenso salón, intentando imaginar a un joven o una joven de esa edad, con las delicadas manos de Alice, tal vez con sus ojos… Cuando la joven que le había recibido entró de nuevo a la habitación con una bandeja de té, Gabriel se secó torpemente las lágrimas y sintió un escalofrío. ¿Sería tal vez ella?

– Le traigo una taza de té, espero que le guste el té… en esta casa no tomamos café.
– Sí, gracias… es usted muy amable –consiguió articular Gabriel-.
– Espero que consiga usted afinar el piano. Lleva mucho tiempo sin ser usado. Mi padre era un conocido concertista… pero yo nunca llegué a oírlo tocar. Falleció antes de que yo naciera, en la guerra.- Decía todo esto mientras colocaba la bandeja en una mesita y servía el té-.
– Sí… el piano…
– Yo no toco el piano, es mi madre, que quiere que esté siempre impecable… Me acostumbré a limpiarlo con esmero, pero nunca llegué a tocar… Mi madre insistió mucho, pero no heredé las virtudes de mi padre…
– ¿Su madre…? –se llevó la taza a la boca, sin beber, intentando disimular- ¿Vive con usted?
– Sí, nunca entra en esta habitación… Y nunca quiso vender el piano, pese a que llegó a pasar por épocas difíciles tras la guerra… Debe ser el único recuerdo que conserva de mi padre…
– Sí… Es probable –se llevó de nuevo la taza a la boca y se dio cuenta de que no había puesto azúcar en el té-.
– Disculpe, olvidé ponerle azúcar –dijo sonriendo- ¿uno o dos azucarillos?
– Tres, por favor… si no le importa…
– No se preocupe, yo también tomo tres… -dijo ella, sonriendo-.
– Entonces… ¿no toca usted el piano?
– No… ¿y usted?
– … Tampoco. ¿Y su madre…?

En ese momento, una hermosa dama, elegante, menuda y de brillante sonrisa, atravesó la puerta del salón del piano.

– Mamá… Es el afinador –dijo sorprendida, levantándose con la taza de té en la mano-.
– Lo sé, Gabrielle…

Y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un piano que quiso volver a sentir vibrar todas sus cuerdas.

Pachelbel Canon in D major

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La nave espacial

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán… No, no… Un momento. ¿Existirán? ¿Pero no dicen que el Espacio y el Tiempo son uno solo? ¿Que se crearon a la vez y son inseparables? Por tanto, si algún día dejase de existir el espacio (ese horrible espacio que nos separa y nos enfrenta), si algún día dejase de existir el espacio… el tiempo también desaparecería, ¿no?…

Es tan difícil imaginar un Universo sin tiempo…. Y aún más complicado imaginar la ausencia de espacio. Pero puesto que nos movemos en el campo misterioso y voluble de los cuentos, dejemos que sea la fantasía la que nos lleve por este inextricable camino.

Continuar leyendo «La nave espacial»

Érase una vez que se era, insisto, sin más (que las elucubraciones nos llevarían mil cuentos o a saber), una nave espacial que quería regresar a su planeta. Navegaba ella sola por el espacio interestelar con todos sus sistemas activados y funcionando correctamente. Tenía un listado de misiones que cumplir, aunque con toda la instrumentación de la que disponía la cosa era relativamente sencilla. Estaba un poco aburrida y el tedio la tenía algo existencial… demasiados libros digitales sobre filosofía de la ciencia y pocos de ciencia ficción.

Para compensar, a veces, nuestra nave veía alguna de esas películas catastróficas del espacio en las que un ser extraño, procedente de otra civilización (alienígena, la llamaban ellos, que es una palabra del inglés que significa “extranjero”, aunque no sabemos explicar muy bien qué es eso de “extranjero”…), alteraba la paz de los que habitaban la nave y todo acababa en destrucción poco menos que estilo zombi (otra versión algo más pringosa de invasiones y muerte por doquier)…

Las veía con una colección de sentimientos encontrados, casi por puro masoquismo, porque la verdad es que no le gustaban nada, pero así al menos veía algo de acción, ya que lo más emocionante en el interior de la nave era contemplar cómo se encendían y apagaban algunos pilotitos de colores de los paneles de control… Luego las pesadillas mezclando las luces de los pilotitos con la extinción alienígena eran de espanto, pero eso también aportaba algo nuevo a su día a día.

Efectivamente, la vida era muy aburrida de tranquila que era. En sus mapas del espacio conocido había una larguísima lista de exoplanetas cuya existencia debía ir confirmando de manera observacional (es decir, tenía que ir echando fotos a los planetas). Esa era una de sus misiones. De paso, si veía alguno nuevo que no estuviera en la lista tenía que anotarlo y catalogarlo: que si planeta enano, que si gaseoso, rocoso, que si solitario o asociado a un sistema con una estrella única o binario, planetita, planetazo, planetilla… Los días pasaban despacio para esta pacífica nave de exploración científica.

Hasta que un día vio algo sorprendente. Un sistema planetario parecido al suyo. En su largo periplo (¡Juas! Siempre había querido usar esa palabra pero encaja en tan pocas realidades… Esta es una de ellas: periplo, periplo, periplo…). Pues eso. En su largo periplo esta singular nave había visto multitud de planetas de todo tipo. Y en este sistema, además, en la zona de habitabilidad, había un planeta muy similar al suyo. Era tan maravilloso descubrir una atmósfera de oxígeno, tan hermoso deleitarse con esa azul atmósfera…

Era tan bonito, tan reconfortante, tan mágico… ¡La nave estaba pletórica! Decidió que se acercaría despacio (no mucho, lo suficiente), que miraría discretamente, que lo analizaría… Soñó tanto en los siguientes días, durante su acercamiento, que empezó a temer que, al despertar, el planeta ya no estuviera allí. ¡Ay! Qué ganas de averiguar si se había desarrollado formas de vida como la que le habían construido, tiempo atrás, en un planeta alejado…

Cuando se estaba acercando pudo observar las tormentas, las superficies sólidas y los mares, la variada geografía, la vegetación, los animales… pero no había señales de vida inteligente. Dio vueltas durante varios de los días de este planeta, esperando recibir algún tipo de señal. Pero nada. ¿Sería quizá lo que había estado buscando durante tanto tiempo?

Había leído pocos libros de ciencia ficción, pero un autor famoso ya hablaba de esta posibilidad: colonizar planetas con seres que viajaban congelados o en probetas. Se acordó de un cuento en el que había una especie de cangrejos bajo el mar que desarrollaban una inteligencia que podía poner en peligro a los colonos… Profundizó en los mares, por si se le escapaba algún detalle. No era cuestión de que los cangrejos esos le chafaran el plan. Aunque esta nave no era “colonizadora”, sólo era una misión de búsqueda…

Fotos y más fotos… Y a enviar la información para esperar instrucciones, pues lo que más deseaba era regresar a su planeta. ¿Cómo puede una nave espacial añorar algo? Pues sí, sentía añoranza. En un momento dado se dio cuenta de que había perdido la cuenta (valga la redundancia) del tiempo que llevaba fuera… es decir, lo tenía todo absolutamente anotado, pero no se había parado a pensar en el significado de este Tiempo…

Esperó una respuesta desde su planeta, con el que no se comunicaba desde… ¿desde cuándo? “Ay, mi madre… qué lío tengo”, pensó la nave. De repente, se vio asaltada por una enorme duda. No podía creer lo que se le acababa de ocurrir. Miró en sus mapas… ¿había dado una enorme vuelta para regresar al mismo punto de partida? No… Porque entonces… ese debía ser… ¡su planeta! ¡Su precioso planeta azul! Pero…

Tras un enorme sofoco decidió aclarar lo antes posible tanta confusión. Miró su reloj, que era el reloj que marcaba su propio tiempo y, por otro lado, analizó la geología del planeta y el estado del propio sistema planetario, analizó la estrella central, y llegó a una posible conclusión: ¿y si en algún momento había saltado a un universo paralelo? ¿Estaba frente a su planeta? Pero… en este no había seres inteligentes. Numerosas especies animales saltaban a sus anchas, depredándose y reproduciéndose. ¿Era su hogar?

Números, más números y datos, órbitas, corrientes interestelares, vientos estelares… recalculando… ¡Ufffffff! Definitivamente, aquel no era su planeta. Había tenido un fallo de cálculo, nada más… Respiró tranquila y reemprendió la marcha. Anotó los datos en la ficha número 162.963.571.298:

Planeta: rocoso

Atmósfera: Oxígeno y Nitrógeno

Nombre: …

Aquí dudó… encendió los sistemas de captación de datos y anotó lo que encontró en las redes de comunicación del planeta:

Nombre: Tierra.

Vida inteligente: No

Y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán… No, no… Un momento. ¿Existirán? … ¿Ya estamos otra vez? Dejémoslo ahí. Todo sea por la vida inteligente. Aunque la definición de inteligencia aún está por definir del todo… ¿no creen?

Publicado el 10 de julio en el blog de CreativaCanaria.com

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Mit

Mit: Microcebus mittermeieri. Créditos: Mark Thiessen/National Geographic Society. Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un ratón lémur que tuvo que luchar contra una de las peores plagas: el olvido.

Anciano ya, hemos ido a entrevistar a este preciosísimo animal a su isla, a Madagascar, donde le hemos encontrado, como buen primate (sí, primate), colgando de las ramas. Llegamos al atardecer a la zona donde nos hemos citado con él, en la reserva Sur de Anjanaharibe.

Al parecer los lémures colonizaron la isla hace millones de años haciendo rafting… y el que quiera saber más que lea (qué divertido es esto de picar la curiosidad… aunque ahora nos pica otra cosa, que parece que hay algún piojillo de lémur que se ha escapado fuera de su sitio).

Encontramos a Mit dormitando (aunque como sigan talando árboles vemos a Mit dormitando en lo alto de una lavadora… ayyyy, qué complicado…). Este cuento, querido lector, es más una entrevista que un cuento, así que no esperes mucho romanticismo hoy que la cosa no está muy fina. Y es que con tanto traqueteo internacional, hasta los seres más apartados, como puede ser este espécimen de ratón Lémur, se sienten absorbidos por los movimientos sociales de reivindicación (más si tenemos en cuenta que la situación política de Madagascar no es precisamente estable). Continuar leyendo «Mit»

Volviendo al meollo, Mit nos habla durante la entrevista de muchas cosas. Empieza bostezando (lo que también es muy común en su especie) y protestando porque considera que es justo estar “cansado de ser uno de los animales más pequeños del mundo…”. Afirma que ser un diminuto lémur ratón de Madagascar de lo más nocturno le ha ocasionado muchos quebraderos de cabeza. “Me llaman Mit –afirma-. Todo por una historia rocambolesca… Mis padres fueron famosos por salir en una fotito, una de las primeras (imagino) que se le hizo a alguien de nuestra especie. Bueno, en realidad la que sale en la foto es mi madre, medio dormida, con unas ganas de bostezar horrorosas… cosa de familia (sonríe Mit y bosteza perezosamente). Gracias a esa foto conoció a mi padre, que se enamoró de ella al verla en internet (cerca de mi árbol hay un cibercafé), que la buscó hasta debajo de las piedras –cosa nada fácil teniendo en cuenta que vivimos en los árboles- . Y fueron la pareja más mediática del árbol -se ríe animado-.”

“En realidad me bautizaron así porque es el nombre que le han dado a los de nuestra especie… Me explico: nos encontraron unos señores hace unos años y a los de mi familia nos llamaron como un señor, un tal Mittermeier, que había investigado mucho las especies de nuestra isla. ¡Aquí tenemos el 58% de los animales de todo el mundo! -afirma orgulloso-“.

Mit es del género Microcebus, y hasta el momento se han encontrado unas 20 variedades (¡hay unas cien especies diferentes de lémures!). “Hablamos malgache y solo vivimos en Madagascar… eso es porque nuestra isla se separó de África y, al parecer, llegamos aquí antes que los hombres subidos sobre ramas o plantas (eso que llaman rafting)… no tuvimos habitantes humanos hasta muy tarde. Luego llegaron desde Asia y desde África y la cosa se fastidió un poco, pero bueno… aquí estamos. Somos los primates más chiquititos del mundo mundial, un fastidio para reivindicar tus derechos, pero una ventaja cuando lo que quieres es que te dejen en paz porque, desde un punto de vista alimenticio, lo que es servir, no servimos ni de tapa (Mit se ríe y agita sus diminutos dedos al aire). Mi madre recuerda que Mireia Mayor, su ‘descubridora’ (que ya son egocéntricos los humanos, ¡como si no hubiésemos existido antes!), se emocionó mucho al verla y que, al cogerla, dijo: “Ayyyy, qué deditos más pequeñitos”… pa darle dos yoyas. Bueno. Me parece que voy a seguir durmiendo… ¡Ah! Por cierto… Esto de la entrevista ¿por dónde sale? ¿Por la tele? ¿No? ¿En una página web? Vale… No olvide promocionarnos bien, que no se olviden de nosotros. Me han dicho que hay una misteriosa enfermedad que narran los cuentos, una plaga maldita, un virus inerte y voraz que todo lo arrasa… lo llaman olvido y nadie puede nada contra él. Por eso les concedí esta entrevista. No se trata de modas.
Es que no queremos que nos olviden.”

Y es que érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un ratón lémur que tuvo que luchar contra una de las peores plagas: el olvido.

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La escritora de cuentos

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos). Era ésta una chica animosa, de grandes ojos y manos ágiles, como pequeñas alas que se deslizaban sobre el teclado acariciando las teclas, que pulsaba, a veces suavemente, a veces con más energía, todo con el fin de que sus pensamientos no quedaran atascados en su mente, con la intención de sacar de su cabeza todas aquellas ideas de lo más profundo de su ser… bueno, ella sabía que salían gracias a las sinapsis de sus conexiones neuronales (porque Punset no paraba de repetirlo). Le gustaba mucho el método científico y deductivo y no dejaba que cualquier charlatán la embaucara con pulseras mágicas o leyendas urbanas. Cuando algo olía mal, por lo general es que era una patraña. Tenía ella un sexto sentido para estas cosas…

Para escribir sus cuentos se documentaba, se inspiraba en la realidad y luego, a veces, inventaba… La realidad es maravillosa, es una magnífica fuente de inspiración. ¿Qué hay más mágico que una gota de lluvia, cuál puede ser su historia, su proveniencia, su composición…? ¿O cómo no investigar sobre las mariquitas para saber cuántas especies hay, o cuáles son sus enemigos naturales? Navegar por las estaciones del año, perderse en el mar, entrar en la que podría ser la “vida” de un electrón o intuir qué piensa el cuerpo cuando el corazón empieza a tener problemas…

Continuar leyendo «La escritora de cuentos»

La cantidad de temas era inmensa y ella intentaba escribir historias alegres, pero a veces la inspiración tiene sus propios caminos y surgían historias tristes de guerra entre hombres, situaciones de violencia inusitada, o la visión de cómo se apaga una vela en un tempus fugit sobrecogedor…

Aquel día sus manos decidieron que, como siempre, harían lo que les viniera en gana… porque en realidad no era ella la que escribía: los cuentos se escribían solos, iban desmadejándose de manera propia, nacían de algo que ya estaba ahí. Nuestra escritora de cuentos se sorprendía de cómo los cuentos se escribían de manera totalmente autónoma, utilizándola a ella como mero instrumento. Únicamente tenía que sentarse con la intención de dejarlos nacer. Y ellos llegaban y le susurraban “por ahí vas bien”, o “no, esa no es la historia, vuelve hacia atrás”…

Una vez más, se sentó sin saber qué podía surgir de aquello, y lo primero que le salió fue una especie de introducción, al igual que había hecho con la historia de un enamorado. Llevaba semanas sintiéndose apesadumbrada porque pesaba sobre ella la culpabilidad de no estar ofreciendo cuentos a cascoporro… había tenido tanto trabajo que no había podido dejar que sus dedos se dedicaran a esta pasión por los cuentos. Y tenía miedo de estar desatendiendo al diminuto mundo de las cosas inanimadas. Les pedía perdón. Insistía en que seguía amando los gestos, las maneras, los sonidos de las pequeñas cosas, esos objetos sin voz a los que daba a veces vida.

Y sin darse cuenta empezó a escuchar la voz de las letras, no la de la letra “a”, a la que ya había escuchado una vez (que menuda historia tiene), sino la de todas las letras del teclado con el que escribía. Sin saber cómo, empezaron a contarle una singular sucesión de hechos totalmente inauditos que necesitarían de un cuento o quizá de varios… Y los impulsos eléctricos empezaron a volar.

Cuando quiso darse cuenta, se había dormido sobre el teclado… Tenía que dejar de vivir frente a ese diminuto portátil tan absorbente… Levantó despacio la cabeza, se frotó los ojos, y cuál fue su sorpresa al descubrir algo que ella siempre había sabido: el cuento se había escrito solo. Sonrió, bajó la pantallita del ordenador y decidió que lo leería al día siguiente. Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos).

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Un oso indignado

Llevo ya bastantes días aquí, extrañado.

Bueno, eso tampoco es nuevo, porque he visto cada cosa… Aquí siempre hay gente pasando. Muchos se hacen fotos conmigo y con el árbol. A veces hasta se suben para dar algún grito. Se preguntarán si no siento cierto anquilosamiento (véase el juego anquilOSAdo, jeje) en mis patas traseras. Tantísimo tiempo llevo de pie que ya no siento ni padezco. Pero oigan, es lo que tiene ser de piedra y bronce, que no pasan los años por uno.

Desde principios del siglo pasado aquí, “arriñonao” sobre el madroño este que está más soso… Porque yo soy de los que se quedan en la Puerta del Sol, sí señor. Madrid está tan viva que lo único que permanece somos nosotros… hasta ahora. Bueno, cuando las obras, me movieron a la parte que da a la calle del Carmen por un tiempo, pero luego me volvieron a traer a mi sitio. En parte ha sido lo más excitante que me ha pasado en mucho tiempo, porque cambié de perspectiva. Eso y las Nocheviejas, claro (y que conste que las uvas no son lo mío).

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A eso, por supuesto, hay que sumar la que se ha montado aquí en las últimas semanas. Por todas las osas y madroñas, menudo espectáculo. Casetas y casetas, consignas y consignas, carteles y carteles… y porque no veo la tele, que si no me hubiese enterado de que están haciendo lo mismo en un montón de sitios más… (aunque también he oído que la tele no está muy por la labor de darle publicidad al asunto).

Yo, cuando era oso (porque yo fui oso, señores, y no digo que esté disecao, no, pero déjenle a esta escultura el gusto de soñar) corría libre y no molestaba más que a algún panal y a algún animalejo que se dejara cazar. Alguna vez di algún susto (que ser animal suave y peludo no es ser un santo, ni mucho menos), pero poco más. No fui famoso, ni cinematográfico, ni nada, pero era un señor oso.

Con el paso del tiempo, pese a no haber perdido el cargo de oso, creo que sí he perdido el de señor. No es que lo añore, no, pero a uno le daba una sensación de respeto, porque a todo el mundo se le decía por igual, “señor” o “señora”, lo que fuera… Fuera donde fuera me decía “buenos días, señor oso”. ¿Que iba al banco a hacer un ingreso? “Buenos días, señor oso”. ¿Que entraba a una tienda a comprar chacina? “Buenos días, señor oso”. El otro día me contaba mi prima –he aprendido a activar el manos libres, que antes tenía que andar sujetando el árbol con la frente- que entró a un banco y le dijeron “qué quieres”… y otro día, a su marido, le dijeron en la oficina del ayuntamiento “cómo te llamas”…

Pero bueno… es un signo inequívoco de falta de respeto a los kilos de pelo que llevamos encima. Si ya nos tutean impunemente por ser diferentes, ¿qué será lo siguiente? Yo se lo diré: lo siguiente es que nos esquilen y encima demos las gracias. Hay gente pa tó… Y ya les digo que no me importa que me tuteen, qué va. Lo que me molesta es que me traten como a un mindundi, que me ninguneen, que me manipulen, que me miren por encima del hombro (que miren que es difícil), y que me obliguen a rellenar mil papeles (porque no se crean que la ocupación de vía pública es gratuita, y más siendo especie protegida).

Total, que me parece que todas estas protestas son por algo. Yo, a mi manera, también protesto. Porque si creen ustedes que estoy abrazando el madroño para comerme sus frutos, se equivocan. Mingote tenía razón: me estoy agarrando al árbol para que no lo corten. Cada uno se indigna por lo que le toca, ¿no? No me toquen los madroños… a ver si alguien nos escucha.

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El grifo

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que, algún día, alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le había aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato.

Porque una cosa es abrir un grifo y usar el agua que corre firme y decidida, y otra muy distinta es no cerrarlo con la suficiente fuerza o dejar que un huequito traicionero deje escapar el preciado líquido o que el tiempo haga que esa gota siga cayendo, incondicional, porque nadie puede nada contra la gravedad.

Arturo, nuestro grifo (¡no tienen por qué llamarse todos Roca o Grohe!), era de esos antiguos grifos de una sola llave. Vivía en un lavadero antiguo, de un mármol marrón veteado de blanco muy elegante (el lavadero, Curro, era muy buena gente, aunque un poco reservado). Estaba en un lugar un tanto extraño, ya que se encontraba pegado a la entrada de la casa, una casita baja de una planta en mitad del campo. Junto al lavadero había una enorme ventana, de manera que Arturo, situado entre la puerta y la ventana, veía todo el interior de la casa y, al abrirlo, disfrutaba de las vistas a las verdes extensiones.

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A veces se pasaba horas contándole a Curro el caminar del caballo, el vuelo de los pájaros, los cambios de estación… Lo que más le gustaba a Curro era escuchar cómo Arturo le contaba, de un día para otro, cómo salían las flores de colores en la campiña. Lo que Curro no sabía es que Arturo se lo inventaba casi todo porque, al estar cerrado, Arturo no podía mirar a través del cristal. Sólo cuando lo abrían podía ver el valle.

La casa había sido reformada y, nada más entrar, a la izquierda, podía verse la enorme cocina, y a la derecha estaba la sala de estar. Era un espacio sin paredes, diáfano. Al otro lado estaban las habitaciones donde se oía corretear a los niños y al perro. Al hacer las obras de renovación, los dueños habían dejado el lavadero, como adornando la entrada, porque era muy antiguo, y eso a Curro le pareció un reconocimiento inmerecido. “Ya ves, decía, un vulgar lavadero en la entrada de una casa tan bonita”. “De vulgar nada, le respondía Arturo algo indignado, que tú tienes mucho camino andado y sabes más que ninguna de estas losetas, y a ellas también las han dejado”. Curro sonreía (ay, si las losetas hablaran…). Y los dueños ni pensaron en quitar el grifo… ya puestos…

Arturo y Curro presenciaron cómo se desmantelaba la casa. Fue muy doloroso estar presentes cuando desmontaban la cocina de leña, pero afortunadamente la conservaron, instalándola en mitad del salón comedor, presidiendo el hogar. Era de hierro forjado, negra y brillante, y la trataban como si fuera una obra de arte. Tal vez Arturo estuviese secretamente enamorado de esa preciosa cocina de leña…

Otro momento complicado fue cuando instalaron el nuevo fregadero. El flamante grifo nuevo era de última tecnología. Lo más moderno que habían visto nunca. Aunque Arturo pensaba que tanto no habían evolucionado. La cocina sí que era un prodigio, pero un grifo… pfff. Lo abres, sale agua. Lo cierras, deja de salir agua. Y ya está. Pero cómo brillaba ese grifo nuevo… ¡cómo se alargaba su extensor! Qué maravilla… y no goteaba. ¡Y sus juntas tenían cinta de teflón!

“¡Atchís!”, estornudaba a veces Arturo cuando había corriente entre la puerta y la ventana. “Salud”, le decía Curro, que nunca se resfriaba. El agua de la zona era muy dura y hacía tiempo que el cáñamo usado como junta se había ido deshilachando. Igual si le ponían a Arturo una junta de goma dejaba de gotear… Bueno, era una molestia, pero no era lo más grave.

Los días pasaban tranquilos desde las reformas. Antes había vivido días muy duros. Sobre todo cuando, tras los bombardeos, la casa había quedado abandonada durante años… el tedio era insoportable. Una explosión había destruido parte de las cañerías y Arturo se había quedado seco. Nada. Ni gota. Y el desagüe de Curro se convirtió en un nido de ratones de campo. A Curro le hacían muchas cosquillas cuando asomaban el hocico, y Arturo estaba todo el rato intentando espantarlos, pero los muy listillos hacían lo que les venía en gana. Menos mal que no tenían nada que roer… bueno, a Arturo le comieron algunos hilillos de cáñamo que le sobresalían de la última vez que el antiguo dueño de la casa lo había reparado, pero poco más. Lo bueno de esa época es que Arturo podía girar hacia el lado que quisiera. Como ni se abría ni se cerraba, podía pasarse horas (esta vez de verdad) mirando a través de las ventanas. Sin embargo, los cristales se fueron ensuciando con las lluvias y el barro y al final no podía contarle mucho a Curro sobre lo que se veía al otro lado…

Pues ahí andaban, con los ratoncillos a sus anchas por las tuberías rotas y con las ventanas sucias cuando un día entró alguien corriendo, cerró la puerta y se quedó respirando rápido, apoyado sobre la puerta, de espaldas, mirando para todos lados igualito que los ratones…

“¿Lo recuerdas, Arturo? Era un niño de apenas ocho años, sucio, con ropas rotas y que le iban grandes. Estaba tan asustado que sus latidos se habrían oído al otro lado del valle”.

“¿Cómo podría olvidarlo? Era de noche. De puntillas, cuando ya pudo recuperar la respiración, muy despacio, aquel niño fue avanzando hacia el interior de la casa, se acercó a la ventana e intentó mirar por el cristal, justo este de la esquina, pero estaba opaco de suciedad. Mirando a todas partes, agotado, se sentó en un rincón -justo ahí enfrente- buscó en un viejo bolso de tela que llevaba cruzado al pecho, sacó un mendrugo de pan duro, le dio dos mordiscos, lo volvió a guardar en el bolso y, acurrucado contra sí mismo, se durmió. Un mendrugo de pan… Eso era todo lo que llevaba en el bolso”.

“Todo lo que llevaba en el bolso, sí señor -insistió Curro-“. Sus voces se perdieron en el recuerdo de aquella noche, la noche en la que todos, incluidas las losetas del suelo, miraban enternecidos al niño que dormía. Respiraba despacio. Y soñaba. A veces, algo irrumpía en su sueño y un movimiento espasmódico, casi eléctrico, agitaba su cuerpo.

Llegaron ruidos, al principio lejanos, luego cada vez más cerca, ruidos de un motor. El niño estaba tan agotado que no despertó.

De repente, una cara se asomó al sucio cristal desde el exterior.

“No pudimos avisarle, ¿cómo habríamos podido? No pudimos avisarle… Las losetas daban grititos, asustadas. Todos temíamos por el pequeño durmiente que no despertaba…”

“La puerta volvió a abrirse con un enorme golpe que aún hoy hace rechinar sus goznes -contaba Curro-. Sonó un trueno y Arturo pudo ver cómo un rayo de fuego atravesaba el espacio en dirección al pequeño que, sin un solo gemido, se desplomó sobre sí mismo… Fue terrible. Se hizo el silencio… Alguien, un hombre grande con una enorme escopeta entre las manos, entró, ensuciando la entrada de la casa con un tipo de suciedad distinta a la que estábamos acostumbrados. Se paró. Sus enormes botas sucias pisaban a las losetas que callaron asustadas, crujiendo ligeramente. Estaba parado, mirando hacia el niño. Por un momento pareció desconcertado. Permaneció de pie donde estaba. Apoyó el rifle sobre el suelo, sin mover los pies. Sacó un cigarro. Lo encendió. Se iluminó su sucia cara. El humo sucio que salía de su boca inundó la estancia. Se acercó al niño. Le quitó la bolsa de tela, la abrió y buscó…”.

“Sólo encontró un mendrugo de pan duro…” sollozó Arturo.

“Nada más…”. Curro siguió contando cómo “el hombre dejó caer la bolsa al suelo y lanzó algo parecido a un grito. Pero no estábamos solos. El hombre grande se quedó quieto, escuchando. Su disparo había sido oído por alguien más que por la casa. Pareció temer por su vida. Oyó voces de gente buscando algo. Salió a escondidas, sin ser visto, rozándonos con su suciedad… Un rato después, cuando las voces que llamaban a alguien eran ya nítidas, más gente entró a la casa al ver la puerta abierta. Entonces encontraron al niño, desangrándose… Y se lo llevaron…”.

“Al día siguiente -continuó Curro- el hombre sucio regresó silencioso. Qué desagradable fue volver a verlo… Quiso lavarse las manos pero no teníamos agua. Se ausentó y volvió poco después con unas herramientas… y arregló la tubería. Abrió la llave de paso. Y Arturo lloró agua. Yo sentí cómo los ratoncillos huían despavoridos…”.

Arturo sonreía triste, mientras recordaba. “Pasé mucho miedo, no podía parar de temblar… Abriéndome y cerrándome varias veces, el hombre comprobó que ya salía agua y se secó con un trapo sucio que llevaba en el bolsillo. Luego se giró y se quedó un rato mirando hacia la bolsa de tela, que había quedado en el suelo, y la mancha de sangre que había dejado el cuerpecito del niño en el rincón… El hombre se volvió de nuevo hacia nosotros, se inclinó y empezó a lavarse la cara. Sentimos su aliento. Se frotaba muy fuerte, casi haciéndose daño… Un rato después levantó la cara enrojecida, que goteaba. Cerró el grifo. Se apoyó sobre el fregadero y miró el sucio cristal… bajó la cabeza, mientras su cara seguía goteando. Luego miró de nuevo hacia el cristal y movió su mano hacia él, haciendo algunos gestos… En aquel momento no supe qué hacía, y ya no podía girar a mis anchas…”.

“Aún me hago muchas preguntas, Arturo… el agua que caía por el desagüe sabía a sal”.

Cuando se hubo aseado, simplemente, el hombre grande y sucio cogió la bolsa de tela del suelo y se marchó… Nunca volvieron a verle.

Muchos años después, cuando la mancha de sangre ya casi no se distinguía de todo lo demás por la suciedad acumulada, cuando los desvencijados muros parecían darse por vencidos, alguien llegó a la casa y le devolvió la vida. Un joven de unos 30 años en silla de ruedas acompañado por una hermosa joven y un pequeño de apenas unos meses. Ellos solos iniciaron los trabajos de restauración de la casa. El joven era muy resuelto. La silla de ruedas no era un impedimento para él. Al contrario. Se servía de ella con fuerza y energía.

Un día, el joven se acercó al fregadero, perplejo, mirando hacia la ventana. Había algo escrito. Puso cara de extrañeza… se acercó más. Su cara cambió. Pareció entender. Y se retiró, rodando su silla entristecido, hacia el interior de la casa. Luego llegó la joven… Miró el cristal, se llevó las manos a la boca conteniendo el aire… y lloró. Cogió su trapo, abrió el grifo. Justo el tiempo suficiente para que Arturo pudiera leer: “Niño del pan: Perdóname”.

La joven limpió la ventana. Se apoyó sobre el fregadero. Respiró hondo. Y se fue a seguir trabajando. Hoy Arturo y Curro siguen con sus achaques, debidos a la edad. En el fregadero han puesto una macetita de albahaca que se riega con la gota que pierde este grifo viejo.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que algún día alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le había aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato. Ahora el olor a albahaca inunda la casa.

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La maldición

Hacía un frío que pelaba en Madrid. Salí del aeropuerto arrastrando mi maleta con ruedas y me lo pensé dos veces antes de coger un taxi. Siempre cogía el metro. Pero eran las 11:30 de la noche y al día siguiente había que madrugar. Como excepción, me subí a ese taxi. Se me había olvidado por qué me gusta tanto el metro hasta que nos adentramos en la ciudad y empecé a ver los edificios de diez plantas marcados por la luz, definidos contra la noche como fondo, llenos de vida, llenos de historias, aparentemente fríos, mecánicos, geométricos.

Y, con esa visión golpeando mi retina, empecé a divisar una historia, dentro de otra historia, dentro de una de esas habitaciones iluminadas que, de repente, apagó su luz e inició un viaje por cuentofilia…

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Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un alguien cansado y dubitativo. Energético y alegre. Sonriente y nervioso. Un alguien siempre alerta y siempre dormido. Un alguien especial para alguien más. Un alguien que gozaba de las pequeñas cosas y veía el mundo a través de unas rendijas. Un alguien dulce, suave y delicado. Un alguien fuerte y enamoradizo.

Lucas se despertaba cada mañana y, por el rabillo del ojo, veía cómo María se levantaba y, torpe, se quitaba el pijama, atravesaba el pasillo de lado a lado medio dormida, se iba a la ducha, traía el desayuno a la mesa de la habitación, miraba el ordenador, se vestía, se lavaba los dientes, se despedía tiernamente, no sin antes dejarlo todo listo, y se marchaba.

Así de lunes a viernes.

Los fines de semana dormía más.

A Lucas le gustaba verla dormir. La miraba durante la noche, mientras ella dormía y él hacía sus cosas y se preparaba, mientras recogía, mientras comía… Ambos tenían los horarios cambiados y se veían poco, pero cuando se veían era precioso. A veces pensaba que ese momento luminoso se parecía al de esa película en la que los amantes vivían una maldición y no podían verse bajo forma humana, pues él se convertía en lobo de noche y ella en halcón durante el día… La habían visto juntos alguna vez en la tele de la habitación. Lucas recordaba las lágrimas de emoción que ella había derramado al ver a los amantes unidos… era tan bonita. Si María supiera…

A Lucas también le gustaba mucho dormir. Pero dormía de día porque desarrollaba la mayor parte de su actividad durante la noche. Había tantas cosas que hacer y en tan poco espacio, en tan poco tiempo, que no podía permitirse ni una sola distracción. Pararse era pensar. Y pensar era cobrar consciencia de su situación, de su realidad… Estar triste era un lujo que no podía permitirse. Por él y por María.

Pero ya llevaba varios años intentando arreglarlo. Lo había probado de todas las maneras posibles y ninguna había funcionado. Se sentía como una rana a la que nadie quiere besar. Sabía que en algún momento algo rompería su maldición particular. Pero , ¿cómo podría sacar el príncipe azul que llevaba dentro si nadie le echaba un cable?

Aquel día Lucas no pudo evitarlo. Se sintió cansado y dubitativo. Triste, no podía evitar ver el mundo a través de unas rendijas… Se tumbó de lado, como solía hacer. Pronto llegaría la luz. Y su turno para dormir. Y sentiría que ella despertaba. Y la notaría más cerca que nunca. Se fue durmiendo, muy despacio, mirando el mundo a través de las rendijas de luz que dejaban pasar sus ojos.

Así fue como Lucas se marchó.

A la mañana siguiente María se levantó y, torpe, se quitó el pijama, atravesó el pasillo de lado a lado medio dormida, se metió en la ducha, llevó el desayuno a la mesa de la habitación, miró el ordenador, se vistió, se lavó los dientes y, como cada mañana, fue a cambiarle la jaula a Lucas.

Pero esa mañana Lucas no se movía. María se extrañó un poco al notar que ni siquiera le hizo caso al trocito de manzana que le había puesto la mañana anterior. No…

Hubo un momento en que el tiempo se frenó.

Un momento en que María sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos.

Un ahogo desde lo más profundo.

Y unas lágrimas tenaces e irrefrenables.

María tenía diecinueve años y hacía cuatro que le habían regalado a Lucas.

Probablemente le había llegado la hora. Probablemente, para ser un hámster, había vivido una vida plena y llena de comodidades. Probablemente.

Y sin embargo, María lo había visto siempre tan energético y alegre, tan sonriente y alerta, tan capaz de gozar de las pequeñas cosas, tan dulce, suave y delicado. Tan fuerte y enamoradizo…. Que incluso llegó a pensar en él como en un amigo al que contarle sus cosas. A veces lo sorprendía mirándola fijamente, alzado sobre sus dos patas, como llamándola. Y ella dejaba correr su imaginación y soñaba con amantes separados por malvadas brujas. Tal vez sólo pidiera comida. O tal vez estuviese intentando hacerle saber que, dentro de aquel diminuto ser peludo, había otro ser atrapado que, como en la película, quería salir de aquella jaula, romper una maldición…

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán…

Madrid seguía helada. Dejábamos atrás los edificios altos, fríos e impersonales. Pisos, ventanas, vidas… Sobre el techo de una de las viviendas, en un enorme bloque de pisos, se veía el reflejo de la luz emanada por la televisión. En otro una luz cálida. Una cortina amarilla. Una vela… Se me cerraron los ojos y empecé a pensar en alguien que, de noche, sólo vería esos reflejos desde su pequeño rincón. Alguien como Lucas.

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El Silencio

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un despertar en una mañana de un día cualquiera en la que el Silencio placentero se adueñó de todo.

Los pájaros cantaban bajito, respetando el deseo del Silencio de imperar ante todas las cosas. Un Silencio bailarín y alegre que iba haciendo callar con el dedo en los labios a todo lo que se movía.

El viento silbaba bajito, fresco, cerca de las orejas de los conejos salvajes que mordisqueaban bajito los tallos de las hierbas, con las orejitas gachas, para no molestar.

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La hierba, a su vez, oscilaba verde, sonriendo por el impulso casi irrefrenable de lanzarse a gritar «frusss» en cada roce, pero resistiéndose y haciendo un guiño a las hormigas, que también caminaban de puntillas para no hacer ruido.

Las hojas de las palmeras reposaban su peso en equilibrio para no hacer ruido, pues sus puntas puntiagudas rozaban el éter con ganas de pulsarlo como si fueran cuerdas de una guitarra, “glin, glin”.

Aleteaban bajito las aves que se acercaban a beber al agua, cuyas ondas, empujadas por el viento, se deslizaban eternas, rebotando bajito entre sí, “dum dum”, formando círculos en la superficie, círculos que a su vez formaban más círculos, “dum, dum, dum, dum”.

Unas nubes traviesas se alejaban juguetonas porque allí no iban a poder descargar, pues hubiesen hecho demasiado ruido. Un viento que soplaba casi sin soplar se las llevó, retozando entre el algodón de sus formas, mientras se oían sus risas alejándose. Arriba, muy arriba, las alas de los aviones se afinaban para no surcar el aire de forma sonora, sabiendo que era el Silencio quien jugaba el papel de dueño y señor de aquel vasto espacio.

Los rayos de sol calentaban bajito las azoteas de las casas. En algunas había macetas que se susurraban las unas a las otras para no hacer mucho ruido. Las flores se miraban, coquetas. En otras, había tumbonas que reposaban junto con sillas y mesas. Podía verse una que tenía una sombrilla que oscilaba sus alambres bajito, haciendo que la tela de colores que la formaba rozara furtiva, rojo con verde, amarillo con azul… Los niños estaban en el colegio. A veces llegaban lejanas voces, casi ecos que no lograban romper el Silencio.

Las lagartijas, con su ensoñamiento cálido, apoyaban sus dedos blandos sobre las superficies de piedra y no arrastraban las colas, evitando que se oyeran los sinuosos sonidos «rasss rass».

Las arañas que anidan en los huecos de algunos ventanales saltaban bajito para no desafiar al Silencio, “poing, poing”. Incluso los cristales decidieron dejar de crujir con los cambios de temperatura (“crac crac”).

Ella dormía bajito, respirando en sueños, como si, pese a estar dormida, no quisiera alterar ese Silencio.

Dormía en silencio y él la miraba dormir.

En silencio.

Hasta que la besó y el día despertó con sus ojos y su sonrisa de amor en silencio.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un despertar en una mañana de un día cualquiera en la que el Silencio placentero se adueñó de todo.

P.D.: Cuento dedicado a nuestro admirador número 100 de facebook, (él sabe quién es).

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