El otro día tuve un sueño. Un sueño extrañísimo. En mi sueño, mi madre me decía que había llamado alguien intentando venderle libros. Yo le dije que cuando recibiera una llamada así, simplemente colgara. Sonó el teléfono. Fui yo a cogerlo y, al hacerlo, oí la voz de un señor muy mayor, pero que muy mayor, hablándome con dulzura sobre unos libros. Le dije “No queremos libros, gracias”. Y le colgué.
En ese momento sentí una punzada de dolor tan aguda que ya no sé si seguía durmiendo o estaba despierta. Recordaba la dulce voz, tan tierna, y me sentía culpable por haberle colgado el teléfono. ¿Por qué soñaré estas cosas tan tristes? Y escuché mi propia voz diciendo, entre lágrimas: “Porque tienes que escribir un cuento”.
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Aurelio se levanta todas las mañanas desde hace siete años y, lo primero que hace, es ir a ver a su canario, un pajarillo que ya está algo mayor, pero que sigue cantando. Se lo regalaron poco después de que falleciera Mercedes, su mujer.
Prepara el desayuno, un tazón de leche con galletas y algo de fruta. Se sienta en pijama, bata y zapatillas y pone las noticias de la radio. Si pudiera, pondría grabaciones de noticias antiguas. Y piensa que, probablemente, salvo en lo que a avances se refiere, todas las noticias serían parecidas a las que escucha ahora. Se maravilla con los descubrimientos. Se apena con las guerras. Le habla a su canario como si fuera una persona.
Luego, tranquilamente, retira el bol, lo pone en el pequeño lavavajillas que le instalaron hace poco (sabe manejarlo porque la hija de su vecina le hizo un curso intensivo), quita los restos y las migas y se va al dormitorio para preparar la ropa que se va a poner ese día. Se ducha despacito en un baño habilitado para personas mayores. Muchas veces piensa que un resbalón en la bañera sería una forma muy tonta de morir. Él, que fue experto en explosivos y se dedicaba a detectar minas. Así es la vida, se dice Aurelio en un susurro agarrándose al pasamanos de su plato de ducha. Después de ducharse, se seca despacito, se pone su ropa interior y se afeita. Cuando acaba, se echa la loción (que siempre pica), se peina y se acicala. Siempre va hecho un “dandi”. Pero no, no penséis que Aurelio se pone un traje y baja a la calle. La mayor parte de las veces se queda en casa.
Va al dormitorio en ropa interior dando saltitos porque hace fresco. Sobre la cama está la ropa que ha elegido para hoy: pantalón de pana marrón y jersey de cuello negro. Se pone unos calcetines gorditos y las zapatillas de casa.
Se frota las manos, satisfecho. Ahora toca ponerse manos a la obra. Viene hacia mí, que estoy en la mesa del salón. Me abre por donde dejó la marca antes de ayer (porque ayer no tocaba trabajar), se coloca las gafas y empieza a pasear su dedo por los nombres. Se para, coge un lápiz, señala, coge el teléfono y marca un número. La cantinela es siempre la misma:
– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.
Muchas veces cuelgan el teléfono sin siquiera responder. Otras veces le dicen cosas feas y cuelgan. Pero él nunca, jamás, se muestra abatido. Sigue y sigue hasta que alguien responde.
– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.
– Soy Rocío Cortés –Rocío tiene un fuerte acento granadino-, ¿qué quería usted?
– Buenas, muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleció me dejó muchísimos libros, una biblioteca entera, de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. Al principio pensé donarlos a una biblioteca, y de hecho doné casi la mitad. Pero el resto son libros especiales, libros que quiero regalar.
– ¿Me está usted ofreciendo libros?
– Todavía no, antes me gusta saber algo más sobre los posibles “padres de adopción”.
– Ay, Aurelio, de verdad que se lo agradezco, pero si le digo que soy ciega de nacimiento y que solo leo braille va usted a pensar que no le digo la verdad y…
– ¡Vaya por Dios, Rocío! No me diga usted eso. Con lo bien que me caía usted. Pero ¿se las apaña bien?
– Sí, sí. Ahora con internet y toda la tecnología moderna lo único complicado es salir a la calle. Las ciudades no están pensadas para los invidentes.
– Y, si no es mucha indiscreción preguntar, ¿vive usted sola? Si no quiere contestar, lo entenderé.
– No, no se preocupe, Aurelio. Vivo con dos compañeras más. Todas somos estudiantes. Compartimos piso y nos va estupendamente.
– Pues no sabe usted cuánto me alegro. Vivir solo tiene sus inconvenientes.
– ¿Vive usted solo, Aurelio? Si no es mucho preguntar…
– Sí, hace siete años que mi Mercedes falleció. Aquí estoy con Paco, mi canario. Y cuatro días a la semana me dedico a buscar “padres adoptivos” para los libros de Mercedes. Menos mal que tengo tarifa plana…
– (Rocío se ríe) Aurelio, es usted un encanto. Es un placer hablar con usted. ¿Podría ayudarlo de otra manera?
– Pues no, Rocío, no se preocupe. Voy a seguir con mi búsqueda, a ver si coloco un par de niños. (Ahora ambos se ríen).
– Aurelio, ¿le importa si guardo su número de teléfono y lo llamo de vez en cuando?
– ¡En absoluto, qué me va a importar! Aquí estamos para lo que usted necesite.
– Pues muchas gracias. Y buena suerte con las “adopciones”.
– Gracias a usted, Rocío. Que pase un día estupendo.
– Hasta luego.
– Adiós.
Aurelio cuelga el auricular del teléfono y señala con una estrellita el número que acaba de marcar. Escribe al lado “Rocío” con letra temblorosa. Se saca un pañuelo, deja las gafas sobre la mesa, se seca los ojillos, se pone de nuevo las gafas y vuelve a posar el dedo sobre mis letras diminutas. Señala de nuevo con el lápiz y empieza donde lo dejó:
– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.
Esta semana no ha habido suerte. La mayoría de las veces no responden. Aurelio me utiliza sin darse cuenta de que ya llevo con él siete años. Las guías telefónicas se actualizan cada año, pero igual es que me ha cogido cariño. No sé. El caso es que ahí seguimos, buscando personas que amen los libros, con voces que inspiren confianza, conversaciones interesantes y buen corazón.
Suele levantarse a las ocho y media, empieza a telefonear a las diez y para a las doce. Luego se toma un aperitivo en el bar de abajo, normalmente unas aceitunas con un mosto sin alcohol, y vuelve a subir a casa donde se prepara la comida. Hace la compra en el mercado tres veces en semana y en el barrio todos conocen a Aurelio, el artificiero jubilado. Por las tardes, después de comer, se toma su café (descafeinado), se echa una siesta corta, limpia lo que haya ensuciado y se sienta de nuevo, de cinco a siete, para seguir llamando por teléfono.
– Buenas tardes, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.
– Buenas, pues me llamo Rubén… (contesta un señor con acento gallego).
– Hola, Rubén, perdone que le moleste y muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleció me dejó muchísimos libros, una biblioteca entera de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. He donado casi la mitad a la biblioteca, pero el resto los quiero regalar a personas especiales.
– ¿A personas especiales?
– Sí, a estudiantes, profesores, o simplemente personas interesadas en la historia que quieran aprender y que amen los libros.
– Pues no sé qué decirle… Hoy en día la historia va tan rápido… y hay unos blogs muy buenos, documentales…
– Lo sé, lo sé. Está todo en la internet. Pero estos libros son especiales. La mayoría están firmados por el autor o la autora, con dedicatoria, y, lo más importante: están comentados por Mercedes, mi mujer, con páginas añadidas, dibujos, chistes, anécdotas… Vamos, que están “pintarrajeados” y son interesantes por ese valor añadido, pero, obviamente, no puedo donarlos a la biblioteca en ese estado.
– Ya veo. (Un silencio, al fondo se oye una vaca mugir). Mire Aurelio, ¿en qué ciudad vive usted?
– Vivo en Madrid, Rubén.
– Mire, se me está ocurriendo una cosa. Yo tengo que ir a Madrid a visitar a mi hermana, que estudia allí. ¿Le parece si nos vemos? Lo que no puedo decirle todavía es cuándo.
– Me parece estupendo, Rubén.
– Pues me anoto su teléfono y le vuelvo a llamar en un par de semanas para mantenerlo al tanto, Don Aurelio.
– ¡Uy, nada de Don! Aurelio está bien, Rubén. Un placer.
– Buenas tardes, Aurelio.
Un día suena el teléfono y es Rocío, la chica ciega, que quiere saber cómo va Aurelio. Está comunicando. Insiste un par de veces y por fin consigue hablar con él.
– Buenos días, ¿está Aurelio?
– Buenos días, soy yo. Dígame.
– Soy Rocío, la chica ciega a la que llamó usted hace un par de meses. ¿Cómo está?
– ¡Rocío, qué alegría! Pues aquí estaba, me ha pillado en mi ronda de llamadas de la mañana.
– ¿Ha conseguido usted que le adopten muchos libros?
– Pueeees… Mire, Rocío, le voy a ser sincero: ni uno este año. La cosa está complicada. Entre otras cosas porque me gusta saber en manos de quiénes van a estar los libros y, bueno, hoy en día es difícil tener una conversación lo suficientemente larga como para conocer un poco a las personas. Pero como tampoco tengo nada más que hacer, no desfallezco.
– ¿Y a qué se dedicaba su mujer, si no es mucho preguntar? Quiero decir, además de dar clases en la Universidad.
– Pues mire, Rocío, pocas veces habrá conocido usted a una mujer tan excepcional…
Mis páginas están llenas de rayitas, tachones, anotaciones, marcas extrañas… pero hay dos, con lápiz verde, dibujitos de flores y sonrisas, que destacan de todas las demás. Están separadas por un taco de páginas, una en Coruña y otra en Granada. Y Aurelio es feliz cada vez que Rocío o Rubén le llaman. Rubén es más tímido, pero también acaban hablando de viajes, de Mercedes, de vacas rubias gallegas, de agricultura, de historia…
Un día, por fin, Rocío hace algo que Aurelio llevaba tiempo esperando.
– …¿En un barranco? ¿Eso hizo? ¡Es usted admirable, Aurelio! –Se ríe y suspira- Mire: estoy pensando una cosa, y es que nunca le he preguntado, pero, ¿dónde vive usted?
– En un barrio de Madrid.
– Eso imaginaba por las cosas que me cuenta… Precisamente en unas semanas tengo que ir a Madrid a casa de unos amigos. ¿Le parece bien si le hago una visita y nos conocemos?
– ¡Pero qué alegría, claro que sí!
Una librería con cafetería de un barrio de Madrid, una tarde de otoño. Aurelio lleva un carrito de la compra lleno de libros, y entre ellos estoy yo, su listín telefónico. Entra y se sienta en una mesa apartada. Pide un café (descafeinado). Entra un joven de unos 30 años en vaqueros y con jersey. Lleva una mochila. Mira y en seguida reconoce a Aurelio.
– ¿Es usted Aurelio?
– ¡Rubén, pero qué joven es usted! (Aurelio se levanta y abraza a Rubén, que se queda sorprendido y se deja abrazar. Aurelio le da la mano eufórico). ¡No sabe la alegría que me da conocerlo!
– Y a mí, Don… Aurelio. Ha elegido usted un sitio muy bonito.
– Sí, las librerías son los sitios más rebonitos del mundo. Y esta es especialmente acogedora. Una vez estuve en una en Barcelona, una de viajes, que también me gustó muchísimo. ¿Qué quiere usted tomar?
– Por favor, Aurelio, vamos a tutearnos, que ya hay confianza. No creo haber pasado tanto tiempo al teléfono como con usted. (Ambos se ríen).
– ¡Yo siempre digo que la tarifa plana es el mejor invento después de los libros! Bueno, la verdad sea dicha, a mí casi todo me parece “el mejor invento”. (Vuelven a reír). Pero mire, le he traído algunos de los libros… te he traído algunos de los libros de los que hablamos. Sobre la historia de la raza rubia gallega, aquí tienes una copia-original del “Reglamento Oficial de Libros Genealógicos” de la Dirección General de Ganadería. De 1933 y todo lleno de comentarios…
– Pero qué maravilla, Aurelio. Esto es una joya.
– Sí, mira, se ve que Mercedes hizo una copia del reglamento y lo llenó de notas en los márgenes. Fíjate en todo el control que había ya en aquella época… aquí habla Mercedes de cuando se compraba en las lecherías y se hervía la leche en casa, de la pasteurización, del sistema UHT (que no llegó a España hasta 1964)…
– Y que lo diga, Aurelio, para que ahora lleguen y nos digan que la leche cruda es lo mejor. (Aurelio se lleva la mano a la cabeza y hace un gesto de “no me lo puedo creer”). ¿Y este libro?
– Ah, este es de 1984. A Mercedes le dio por tirar del hilo para ver cómo se instauró la ganadería en distintos países del sur de América. Este es el primer tomo de la “Historia de la ganadería en México”, de Pedro Saucedo. También todo lleno de anotaciones.
– Qué maravilla. Mire esta nota: “Buscar más información sobre estadísticas que relacionen ganadería, salud y educación. ¡Debe estar relacionado y nos queda tanto por aprender!”.
– Sí, mi Mercedes siempre tan curiosa. Tan inquieta. ¡Mire, ya llega Rocío!
– ¿Rocío?
– Ay, he olvidado mencionarte que, casualmente, habéis decidido venir a verme el mismo día. ¡Rocío es la chica de la que le hablé! (Ambos se levantan para ayudar a entrar a Rocío, que entra con su bastón).
– ¡Rocío, cómo estás!
– Buenas tardes, soy Rubén.
– ¡Vaya, no me había dicho que iba a estar acompañado, Aurelio!
– Venga, siéntese con nosotros… ¡y hemos decidido tutearnos todos, hale! (Se sientan los tres mientras se ríen).
– ¿A ti también te ha contado historias fantásticas por teléfono? -pregunta Rubén-.
– Y tanto, no miento si digo que me ha hecho pasar las mejores horas de mi vida viajando sin moverme del sillón. Aurelio, debería usted escribir un libro con todas las historias que nos cuenta de Mercedes.
– Pues mirad, para eso en parte os quiero liar: quiero que lo hagáis vosotros dos.
Se hace el silencio, solo suena la música de jazz de fondo. Hasta el chico que sirve los cafés mira hacia el grupo, interrogante.
– ¿Cómo dice? – pregunta Rocío estupefacta-.
– A ver, Rocío, Rubén: ambos tenéis una capacidad especial para escuchar. Os dejáis embarcar y viajáis conmigo. Yo ya soy mayor para ponerme a escribir, pero lo que es hablar… ¡Bueno, ya lo sabéis! Además: quiero que el libro se haga en braille. Tengo unos ahorros que creo que darán para pagar todo el proceso.
Durante casi un minuto vuelve a oírse solo jazz. Rubén se ruboriza. Rocío sonríe. Aurelio los mira sucesivamente, expectante, esperando una respuesta.
– Mire, Aurelio –empieza Rocío-. Como sabe estoy buscando tema para mi tesis. Después de todo lo que me ha contado creo que ya sé sobre quién la haré. Le propongo hacer una tesis sobre Mercedes y sobre toda su investigación histórica. Aunque lo que ella hizo da para mucho más que una tesis.
– ¡Eso sería fabuloso! ¡Ay, Rocío, qué alegría me das! (La abraza sentado, mientras Rubén se ruboriza).
– Yo no sé muy bien para qué puedo servir en este proyecto.
– Rubén, ¿tú me ayudarías en la digitalización? Son muchos libros y anotaciones, y serán difíciles de interpretar por mis programas de ordenador. Necesitaré a alguien que me eche una mano.
– Pero tendremos que pasar tiempo juntos, yo tengo mi finca de rubias en Coruña y… -Rocío interrumpe-.
– Ya lo había pensado, puedo hacer parte de los cursos de doctorado en Santiago de Compostela. De hecho, tengo allí facilidades con unos amigos y…
Cuatro años después, suena el teléfono en casa de Aurelio.
– ¿Sí, dígame?
– ¡Aurelio, tiene usted que venir, tiene que venir pero ya!
– ¡Ay, pero cómo me avisáis tan tarde!
– ¡Es que entre las vacas y la tesis no nos da la vida, Aurelio!
– ¡Lo sé, lo sé! Ahora mismo cojo un autobús, luego te mando un whatsap y te digo dónde recogerme.
– ¡Dese prisa!
Aurelio me agarra y me mete en una bolsa de viaje. Coge una foto de Mercedes, algo de ropa, coge a Paco para dejarlo con la vecina, mira la casa y sale sin mirar atrás.
En el Hospital de Santiago de Compostela está Rocío, agotada, sonriente, abrazando a una bebé. Entra Aurelio, emocionado, y detrás, sin aliento, Rubén, que acaba de aparcar el coche tras recoger a Aurelio.
– ¿Cómo estás?
– Muy cansada. Pero qué bien huelen los bebés… ¡y cómo chupan!
– Qué preciosidad de niña, Rocío. ¡Tiene los hoyuelos de Rubén! (Rubén se ruboriza).
– Por supuesto, ya sabes cómo se llamará, ¿verdad?
Aurelio está de pie, junto a la cama. Los mira a los dos y no puede evitar empezar a llorar.
La pequeña Mercedes suspira satisfecha. En dos meses Rocío defenderá su tesis sobre la persona que les ha unido. La vida da muchas vueltas. Las familias se crean de formas extrañas. Esta empezó con un listín telefónico anticuado y un teléfono.