Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un árbol de Navidad que se declaró en rebeldía y retó al calendario. Era este árbol uno de esos pequeñitos y desmontables que van metidos en una caja. Sus ramitas, hechas de hojitas de plástico con una alambre en la base, se podían colocar como uno quisiera, según fueran de grandes los adornos que se iban a colgar. Pero eso no era todo, qué va. Este árbol fue el árbol revelación en su momento: tenía un enchufe que salía de su base y lo conectaba a la red eléctrica. Cuando se insertaba la clavija y se activaba un diminuto botón negro hacia el «On»… !Ohhhhh! Los diminutos y transparentes hilos de fibra óptica que lo vertebraban desde su tronco llevaban luz de todos los colores hacia todas sus ramas y hojas. ¡Además cambiaba de color! Podían pasar horas con la luz apagada, mirando cómo las ramas del árbol cambiaban del morado al azul, del azul al verde, del verde al amarillo, del amarillo al anaranjado, del anaranjado al rojo, del rojo al fucsia, del fucsia al morado… Menuda maravilla.
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Lógicamente, el primer año fue el centro de atención de todos los adornos navideños. El segundo año, aunque ya no era novedad, seguía siendo el más mirado. El tercer año pasó sin más aspavientos. Pero el cuarto año notó cierta falta de interés. Pese a que todos sus circuitos seguían en perfecto funcionamiento y permanecía en las vanguardias efectistas, ya no sentía esa chispa cada vez que lo miraban. De hecho, ya casi no lo miraban… Cuando lo estaban metiendo en la cajita, unos días después de reyes, el árbol sintió cierta inquietud y empezó a preocuparse ligeramente por el cariz que estaban tomando las cosas.
Ya tenía el hábito de pasar once meses metido en su caja, a oscuras, en un desván algo triste por lo vacío que estaba. Si al menos hubiese más chismes con los que conversar… Pero aquel año iba a ser diferente. Lamentablemente no salió del desván. «Ya me lo temía», se dijo irritado. «Seguro que habrán salido modelos nuevos y me han sustituido». En realidad ese año los habitantes de la casa no habían pasado la Navidad allí… la habían vendido y como la caja estaba en una esquinita del armario del desván, pues ahí se había quedado. Pasaron unos meses más. Luego, un día, haciendo limpieza, el nuevo propietario del apartamento encontró la caja.
Teo nunca había tenido un árbol de Navidad. Los había visto en las tiendas, en los escaparates y por la tele en multitud de ocasiones, pero nunca había tenido uno. En su casa eran «del portal de Belén». Pero a él siempre le habían fascinado los adornos y las cintas, las bolas de colores, las estrellitas, las guirnaldas regordetas… Tantos colores juntos le parecían mágicos. Así que, al ver el dibujo en la superficie de la caja sintió una enorme curiosidad y decidió sacar el árbol para ver cómo era.
Su primera impresión fue «qué pequeño es»… Y es que nuestro árbol no medía más de 30-35 centímetros de alto. Era un «arbolito». Nada más salir el árbol se sorprendió por la cantidad de luz. Estaban en pleno agosto. Teo lo colocó sobre la mesita en la esquina del salón. Sacó la base (que tenía forma de maceta). Colocó el tronco en el agujero que tenía la «maceta» y, muy despacio, fue separando las ramitas de alambre y dándole un poco de aire a esas hojas que se habían quedado pegadas por el tiempo. A Teo le extrañaron esas cosas como hilos de pescar que salían por todas las hojas. Llamaron por teléfono y Teo tuvo que marcharse corriendo. Y allí se quedó el arbolito, medio montado o medio desmontado, según se mire. Se preguntaba cuánto tardaría Teo en volverlo a meter en su caja. Aquello no parecía más que un ataque de curiosidad. El arbolito pensó que podía ser su última Navidad. Miraba sus hojas y se daba cuenta de que ya no estaba tan lustroso como el primer día… Qué pena. Tal vez acabase en la basura.
Teo regresó cuando casi era de noche. «Menos mal que ha sido un parto rápido, tres cachorros estupendos», decía mientras se quitaba la gorra, encendía la luz del salón y dejaba las llaves en un frutero rarísimo, en el recibidor. Llegó hasta la mesa, miró el árbol, puso los brazos en jarra… y dijo «a ver qué hacemos contigo». Tras elegir algo de Dave Brubeck para escuchar música, se acercó al árbol y siguió colocando sus ramas. Una vez satisfecho con el resultado (las ramas iban recuperando su «esponjosidad» poco a poco) miró el enchufe, curioso. Acercó la mesita a la pared y lo enchufó. No pasaba nada. Vaya. Miró la maceta, le dio un par de vueltas… ahí estaba el interruptor, casi escondido. Empujó el diminuto botón hacia el «on»… Maravillado, apagó la luz del salón para observar la luz que el arbolito proyectaba sobre todos los objetos de la casa…
Teo lo supo. Y el arbolito también.
Se quedaría allí para siempre.
Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un árbol de Navidad que se declaró en rebeldía y retó al calendario… con la ayuda de Teo, claro.